BREVE TRATADO DE MIRMECOLOGÍA
Recuerdo que en la infancia
-qué espantosa a pesar de su inocencia
la crueldad de los niños-
jugábamos a veces a ser dioses,
puteando a un par de hormigas:
las despojábamos de sus antenas
para luego enfrentarlas, trastornadas y ciegas, en una encarnizada lucha a muerte.
Aquel circo romano en miniatura
resultaba dantesco, un espectáculo
excitante y brutal que siempre terminaba con uno de los contendientes muerto y el otro moribundo, y una legión de obreras que, metódicas y raudas, arrastraban los despojos camino del granero común en el subsuelo.
Aquello, ahora lo sé, no era tan sólo
un acto de crueldad ingenua y arbitraria; era asimismo una lección que, entonces, aún no comprendíamos y, que una vez perdida la inocencia, a algunos, a los muchos, apenas nos sirvió para estimar los límites, a menudo tan tenues y difusos, que median entre el bien y el mal, y a otros, los menos, para, crueles y venales, jugando a ser demonios, cegarnos, arrancarnos las antenas y, luego de la lucha fraticida, llevar nuestros despojos, para su uso exclusivo, a su granero.
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