2 de octubre de 2013

EL PADRE ADOPTIVO


Siempre había sido un niño con especial sensibilidad. Hiperempatía, decían los psicólogos, que le llevaba a vivir en su piel las sensaciones de los demás. Quizá por eso se hizo escritor, para poder dar salida a todo lo que entraba. Le ocurría incluso con la lectura. Sentía en primera persona todo aquello que le ocurriera a los novelados protagonistas. Así su avidez lectora era cada vez mayor. Un día se quedó pensativo. Demasiado. Había terminado la historia de un soldado dado por muerto en la batalla, cuya viuda rehizo su vida y cuando, años después, el soldado logra regresar a su casa, se da cuenta de que ya no tiene lugar en el mundo y que mejor hubiera sido haber muerto en verdad. Se sintió tan inquieto por el devenir del soldado, más allá de hasta donde el autor había dado en contar, que decidió adoptarlo. Así pasaron largas tardes de charla en las que el soldado le explicaba las atrocidades de la guerra. Él le contaba que se había enamorado, que se había casado, que era un escritor de cierto éxito y que tenía un hijo precioso. Decidió, además, poner en papel las aventuras que su hijo adoptivo le contaba, y así nació su saga de pequeñas novelas más exitosa: las aventuras del soldado que debió haber muerto. Pero su empatía para con los protagonistas no se quedó allí. Y pronto hubo un rapero alérgico al látex que no entendía como un soldado podía todavía seguir usando la ballesta, una ex alcohólica lesbiana que lucha por recuperar su vida, un vividor que sufre una doble amputación y tiene que aprender a vivir desde otra perspectiva, un adolescente que no entiende nada, un jugador de baloncesto gay que decide salir del armario…aquella habitación era un auténtico vagón de metro literario donde cada noche se celebraba una reunión de ex-protagonistas. Él intentaba que mantuvieran las formas, pero se estaba haciendo mayor y le faltaban energías. Así, muchos días, comiendo, veía como el rapero intentaba seducir con un rap a la lesbiana, como el soldado enseñaba artes de guerra al niño acosado en el colegio, y todo esto en mitad del salón, mientras la familia veía la televión o leía tranquilamente. Muchas veces se le escapaba un volved dentro que desconcertaba a su esposa y a su hijo. Tan común fueron esos encuentros que su mujer le obligó a acudir a un especialista: cariño, no puede ser que sigas hablando solo. No tenía energías para explicarle la verdad de los hijos adoptivos. El psiquiatra diagnosticó alguna enfermedad mental de impronunciable nomenclatura que según los diversos partes, iba a más. No les hagas caso, le decía un psicoanalista argentino con doble personalidad, no saben por donde se andan. Un día, como por arte de magia, cambio la habitación de su casa, repleta de amigos adoptivos, por la fría de un hospital. Allí, las rejas de las ventanas y los medicamentos impidieron que sintiera la cercana compañía de sus hijos adoptivos. Así, no tardó en llegar el día en que sus ojos se cerraron sin energías para volver a abrirse.

El día de su entierro, nada más volver a casa, su hijo entró en la habitación, ese despacho donde nunca entraba nadie más que su padre. Allí le sorprendió la marcial figura de un soldado, que se puso en pie y con una sonrisa lo invitó a pasar: ven, tu padre nos habló mucho de ti, te presentaré al resto…

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