En los pueblos parece que los días son más largos. Y se me queda cara de tonto, porque uno piensa, desde la capitalina y tozuda visión del madrileño estresado, que corriendo es como se logran hacer más cosas y así, el tiempo luce. Y vale que para los que vivimos en la ciudad el pueblo es sinónimo de vacaciones y por tanto más de un tercio del día libre que en nuestra rutina laboral. Pero creo que hay algo más. Tu observas con actitud crítica a los lugarenos, que caminan normalmente sin prisas y que se dedican unas palabras en la cola del pan y te das cuenta de que el error es nuestro. No se trata de correr, porque vivimos una vida hamburguesa del Macdonald, sino de sorber despacito, como una buena sopa, cada minuto. Hay que comerse los chuletones sin prisa. Yo ya estoy infectado del mal del reloj y el perdón, que tengo prisa. Pero como soy consciente de que en la gran mayoría de los casos es una autoimposición rutinaria y no una necesidad (tenemos que llegar a casa a las ocho para que nos de tiempo a poner la lavadora y corred, corred, que hoy toca pelo y no tenemos cena) trataré de no imponerles a mis hijos esta visión capitalina. Aunque siendo sinceros, tengo la impresión, viendo a mi hijo escudriñar el día desde la pantallita de su reloj, de que empezamos un poquito tarde. Pero nunca es tarde si la vida es buena. Y larga. Más de lo que parece.
3 de mayo de 2013
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario