Era domingo. Además un domingo receloso de la primavera, más primo del invierno que otra cosa. Por las calles de Madrid se circulaba con tranquilidad, sin el agobio de los días lectivos. En una avenida amplia subíamos una cuesta considerable. En el carril contrario ni un sólo coche. Tan sólo un chaval bajaba con uno de esos monopatinetes enormes, longboard creo que se llaman, con tanta velocidad como pericia. Pasó a nuestro lado y nuestro hijo pequeño no perdió detalle. Mira, dijo una vez que el patinador sobrepasó nuestro coche, ese niño lo hace fatal porque no lleva casco. Estuvimos hablando unos segundos de si no pasaba nada por ir un domingo por la calzada, que si es mejor que la acera, que si el casco es obligatorio. Y nos dimos cuenta de un detalle, de un detalle en el que sólo mi hijo no se fijó, y ahí residió el detalle. Y es que el chaval era negro. Cualquiera de los otros habitantes del vehículo, seguro, hubiéramos dicho ese niño negro no lleva casco. Y no hay racismo en ello, no, no van por ahí los tiros, casi todo lo contrario. Lo fácil es tirar del color de la piel para identificar, igual que del color del pelo si, por ejemplo, hubiera sido pelirrojo. Pero para mi hijo pequeño, por suerte, ser negro o no serlo, al menos por ahora, no es un elemento determinante para identificar a las personas. Esa indiferencia es el camino para la igualdad verdadera, cuando ser negro, como ser mujer, homosexual o del Ateli, no sea relevante. Nos gustó, la verdad, dure lo que dure.
20 de mayo de 2013
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