24 de mayo de 2013

EL SUEÑO, EL GRITO Y EL ABRAZO

El otro día, al volver a casa, lo primero que hice fue abrazarme a mi hijo pequeño. No hay rutinas en este sentido, el primero que llega besa y abraza y después el siguiente. Ya estamos superando la etapa de carrera total donde hasta el primer beso de retorno paterno era puntuable. Esta vez fui yo intencionadamente quien busqué el abrazo del pequeño. Y no le soltaba. Él hacía pequeños amagos, como diciendo ¿ya? Normalmente los abrazos no suelen ser tan largos. Son mi gasolina, pero tampoco quiero tiranizar el cariño. No es que en esto del amor sea democrático, pero entiendo que ellos no lo necesitan tanto como yo, así que moderación. El caso es que mi negativa a zanjar el abrazo tenía una explicación: la noche anterior había soñado que se moría. No recuerdo la razón de la muerte, porque en realidad para Morfeo Productions no debía ser relevante. Mi pesadilla comenzaba ante la evidencia de que había muerto. En realidad el guión era bastante sencillo: padre lanza un desgarrador grito cuando conoce la muerte de su vástago. El grito desconozco si superó las barreras de la lógica y terminó aterrizando en el mundo real, porque, para su fortuna, mi pareja tiene un dormir espectacular, pero recuerdo perfectamente el dolor instalado en el pecho y como en el grito buscaba desahogo inútilmente. El sueño fue breve. El grito apenas, y el dolor que permanecía. Y esa letanía de no puede ser, tiene que ser una pesadilla, es una pesadilla. Desperté de golpe, estaba al borde de la taquicardia y con la garganta seca. Mis hijos dormían plácidamente. Cuando a la tarde solté a mi hijo, habiendo cerciorado mediante un largo abrazo que todo había sido un mal sueño, me sentí enormemente aliviado. Por suerte, pese a este onírico simulacro, sigo sin saber el tremendo dolor que debe suponer perder un hijo.

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