Esta mañana nuestro hijo pequeño se ha despertado el primero. He ido a su cama, lo he cogido en brazos para alargar el sueño de resto y me lo he llevado a nuestra cama. No creo que haya olor más impresionante que el de un niño recién levantado. Esos arrumacos, esas risas, esos mordiscos, esas cosquillas, no hay dinero que las pague. El día se desperezaba por entre las persianas. Había amanecido hacía mucho. Hemos jugueteado un ratito y después nos hemos levantado para desayunar.
Esa es una cosa. El colecho es otra muy, pero que muy distinta. Y no quiero meter en camisa de once psicoanalístas, pero jamás, jamás defenderé el colecho como forma natural de educar a los hijos. Me valen todas las razones que esgrima el más acérrimo de sus defensores, que me quedaré con la única válida: son mis hijos y hago con ellos lo que creo que es mejor. El resto es papel mojado. Y lo de natural escuece, lo sé, porque es una de las razones que defienden, y es que de siempre se ha hecho así. Si, es verdad y debajo estaba el ganado. Y de verdad que no quiero hablar de lo cruel que es esa práctica para la vida en pareja o de la dependencia excesiva que genera en el pequeño. No, me limito a una cuestión práctica...¿quién puede descansar con una lagartija dando patadas toda la noche? No paran. Aunque sólo sea por eso, no es práctico ¿no?
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