La culpa es de Anatomía de Grey. Ayer una maestra con cáncer despidiéndose de sus alumnos en el hospital. Entonces me acordé de él. Mi amigo David. Nuestro amigo David. Teníamos poco más de veinte años. Era un tipo extraño y cariñoso a partes iguales. Tímido y desinhibido con el mismo entusiasmo. Por su cabeza, un torrente ajeno a la realidad que sólo él conocía, despertaba batallas ajenas a nuestras cuitas de adolescentes camino de una incómoda y nunca solicitada madurez. Hasta que un día, en el pueblo de un amigo común, se lanzó a la carretera para que un coche destrozara algunos de sus huesos. No fueron heridas graves, más allá de la tremenda alarma que suponía para todos. Sus excentricidades, sus cambios de humor repentinos, esos que vivíamos entre divertidos y cansados, adquirieron un sentido trágico. Fue un jarro de agua fría a modo de culpabilidad que nos puso a todos sobre aviso. Las cosas cambiaron desde entonces. Tratamos con mucho más cariño y comprensión sus dualidades, sabiendo que dentro de él había un maremoto incontrolable. Y confiamos en las estadísticas. Esas que explican que quien se quiere suicidar, quien de verdad quiere cortar el sufrimiento, lo hace en la intimidad. Esperábamos que aquel patético intento de quitarse la vida fuera, ni más ni menos, que una llamada de atención. Y llegó un nuevo intento. Se lanzó por la ventana de su casa, con la suerte, premeditada o no, de vivir en un segundo. Y seguimos confiando en las estadísticas y en esa lógica que nos serenaba, mientras su cuerpo por fuera curaba sus heridas. Hasta que un día desapareció, sin más. Y un negro nubarrón se sobrepuso a nuestro ánimo. Pasaba el tiempo y cada hora que no aparecía crecía sobre nosotros el desánimo y la certeza de que a la tercera iba a ir la vencida. Y así fue. Apareció en una vieja casa abandonada en un pueblo cercano a Madrid. Una casa en la que tantas noches él y yo cortejamos a la luna y a las estrellas por Sabina. Se había hecho dos profundos y certeros cortes en los brazos. Había dejado su coche a la sombra, irónica precaución para quien no quiere seguir viajando. No niego que nos sentimos frustrados, su muerte era en parte nuestro fracaso. Éramos sus amigos y los únicos que podíamos haber puesto redil a su desconcierto. Aquel año murió también mi abuela, una de las personas a las que he querido más en mi vida. La muerte, irónica y parca dama, quería que me sacara un master en su oficio. La muerte de David nos dejó marcados a todos. Fue una muesca que se quedó en el alma de cada uno de una forma diferente. A mí, con el tiempo, me regaló la inspiración para una novela, cuyo título no podía ser otro: Mi amigo David. Cuando la terminé, como su protagonista, sentado en mi escritorio y viendo mi vieja guitarra, me acordé de aquella canción de Sabina que decía macarra, de ceñido pantalón...Algunos fantasmas se fueron con aquellas últimas teclas.
En el 2016 hará veinte años de su muerte. Y me seguiré acordando de él.
En el 2016 hará veinte años de su muerte. Y me seguiré acordando de él.
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