Aitor es un camarero de los de antes. Y no sólo porque tenga la barra como la patena siempre o se conozca los platos del menú al dedillo. Es un camarero de los de antes porque sabe de qué pie cojea cada cliente. Sabe al instante si un café será el primero de muchos o un me lo tomo aquí porque me pilla de paso. Antes de que un cliente fijo se manifieste ya está preparando su comanda. Las tostadas con mermelada de la quiosquera. El cruasán con mantequilla de Manolo, el del taller. Si es lunes y ganó el Atleti, copita de anís. El pincho de tortilla de los de la gestoría. Los cafés de los profesores del colegio…No se le escapa una. Y no siempre los clientes lo ponen fácil. Como el muchacho de la esquina. Cada día la misma rutina: llega a las diez, pide un café con leche en vaso y una tostada de pan con tomate. Se sienta justo en el ventanal, donde está la tentación del trajín de la calle. Pero él jamás mira hacia fuera. Desayuna como ensimismado, está poco más de media hora y después se va. No le ha escuchado nada más allá de un el café en vaso, por favor, o gracias. Aun así siempre se le vio sereno, diría que hasta feliz. Como si la media hora en el bar de Aitor fuera el mejor momento del día. En cambio lleva un par de semanas cabizbajo. Ya ni se molesta en pedir el desayuno, Aitor se lo lleva a la mesa, y el joven apenas si esboza un amago de sonrisa. Y ahora mira tanto a la calle como al bar. Pareciera que busca algo. Aitor está desconcertado, pero no se atreve a preguntar. Hoy el joven parece más alicaído que nunca. Aitor trata de entender, de hacer memoria. Quizá falte algo…¡ o alguien ¡ Es cuando cae la cuenta. Hace una línea recta con la mirada del muchacho y su bar y ahí está, el asiento vacío. Su memoria fotográfica es envidiable y no tarda en darse cuenta: es la muchacha dulce de la boina y aspecto delicado, la que desayunaba todos los días una taza de café y una tostada de pan con aceite y azúcar, media hora justa y vuelta al trabajo. A las diez. Hace un par de semanas dejó de venir. Algo escuchó sobre una enfermedad fulminante. Trabajaba de administrativa en el colegio. Apenas si tiene tiempo de seguir atando cabos. El joven taciturno se acerca a la barra para pagar. Cuando Aitor le da las vueltas no puede controlar su acceso de empatía: Lo siento, le dice con la voz quebrada. El joven mira a los ojos al camarero y le da las gracias con la primera sonrisa en meses. Nunca más volverá al bar de Aitor.
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