Eran las siete menos diez de la mañana y por fin se habían cumplido las premoniciones del calendario: había llegado el invierno. Llevaba apenas diez minutos en el coche, camino del trabajo, y perdida la costumbre de los rigores del mercurio me frotaba las manos para recuperar la circulación. Estaba parado en un semáforo, la radio anunciaba algo. En una parada de autobús, lejos del microclima cálido que, por suerte, empezaba a ser mi coche, había una familia esperando. Una madre, una especie de muñeco Michelín de metro y medio y una niña en un carro. Digo lo de muñeco Michelín porque el "plumas" que llevaba el mayor de los hermanos era a todas luces grande. Lejos de criterios estéticos, cumplía, y con creces, la función de calentar al pequeño. La madre parecía tranquila. No miraba el reloj. No esperaba inquieta, extrañada, disgustada. Me inclino a pensar que esa espera era rutinaria. Aquella familia todas las mañanas, madre e hijos como mínimo, se levantaba a las seis de la mañana y tomaban un autobús camino a cualquier sitio donde, probablemente los pequeños recibiran cobijo y atención hasta que empiecen las clases y ella zumbará camino de su trabajo. Y así, día tras día, da igual el frío, la lluvia, la nieve. Estoy con la diputada Pilar del Sol y sus dichosos televisores de plasma. La gente trabajadora (y parada) en este país vive pero que muy bien. Ya era hora de que una sufridora diputada diera la voz de alarma. Valientes hijos de...
28 de noviembre de 2012
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