Muy sonado entre los suyos
fue el entierro de Montoya.
Gitano de casta, rico
y de figura garbosa,
atrajo deudos por cientos,
sobre todo a buenas mozas,
desde los alrededores
a las tierras más remotas.
Todo fue según los cánones:
plañideras ojerosas
prorrumpiendo en alaridos
de dolor como las locas
y entretanto los varones
dedicando fabulosas
alabanzas al finado
por aunar en su persona
honradez, inteligencia
y una piel bruna y sedosa.
Pero todo se torció
cuando al filo de la aurora,
Manuela Amaya, la viuda,
salvaje como una loba,
arrancóle medio moño
a Marina “la Amadora”,
amante del fallecido
más hermosa que una rosa,
tras escucharla decir,
hay quien dice que con sorna,
“con lo que yo lo quería
y se murió mi Montoya.”
Pero más que la trifurca,
permanece en la memoria
de gitanos y de payos
de Ayamonte hasta Gerona,
el insólito episodio
que paso a narrarles ahora.
Fue cuando Pablo Jiménez
con las manos temblorosas
trató de cerrar la tapa
del ataúd y no había forma
humana debido a aquella
enorme y enhiesta polla.
Lo estuvieron intentando,
no se sabe cuántas horas,
uno tras otro los deudos
de manera infructuosa,
hasta que José Cortés,
calé cabal de Segovia
que había más maña que fuerza,
pero fuerza prodigiosa,
introdujo por el ano
del finado aquella cosa.
Sacudieron al difunto
convulsiones espantosas
y se escaparon dos lágrimas
de sus pupilas borrosas.
En ese instante Manuela
Amaya, con voz jocosa,
dirigiéndose al difunto,
fue y sentenció, rencorosa:
“Te lo dije una y mil veces,
¿verdad que duele?, Montoya.”
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