La escena fue la siguiente: varios padres y madres apostados en las puertas de las aulas. Allí estaban los que esperábamos la salida con los que aguardaban la entrada en la glorieta de fin de clase. Muchos nos conocemos, así que charlamos con afabilidad mientras los niños van de un lado a otro. Un par de chavales de poco más de cuatro o cinco años se acercaron a otro niño que esperaba con su madre, le señalaron con el dedo y en un detestable tono sarcástico empezar a decir, hola gordo, hola gordo. Cuando el susodicho respondió con un gruñido, los graciosos huyeron divertidos. Habían logrado su objetivo. La madre se encaró con ellos, visiblemente enfadada, exigiendo que no le llamaran así porque no estaba gordo. Mi primer impulso fue entenderla, aunque no compartiera su enfrentamiento a los pequeños (delegando innecesariamente la defensa en ella cuando es el hijo quien debe aprender a defenderse de estos personajes) y menos el razonamiento ¿Es que si su hijo fuera gordo tendrían derecho a reírse de él? Los niños son unos pequeños cabrones (decir hijos de puta me parecía fuerte), y para compensar y reconducir debemos estar los padres. Y es un trabajo agotador, lo reconozco. Es posible que en la animada charla los progenitores de estos aprendices de pandilleros no se enteraran de lo que había pasado. Yo, llamadme papá helicóptero (que lo soy) me hubiera enterado, me hubiera enfadado, y mucho, y le hubiera obligado a mi hijo a pedir perdón. Además, convencido de ello. Después le hubiera explicado que hoy es el niño gordio y mañana los que tienen los brazos largos, como él. Hay que responder, y hacerlo rápido, porque la distancia del tiempo y la impunidad son la mejor fábrica de tiranos. Y yo no quiero ser partícipe de esta producción. Ese no es mi negocio.
27 de noviembre de 2012
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