Voy a empezar entonando el mea culpa, sí, lo confieso, en la intimidad me tiro pedos. Y una vez superado este acceso de sinceridad escatológico, mi historia tendrá sentido. El coche es un lugar íntimo. Voy y vuelvo del trabajo con la sola compañía de mis pensamientos y de la Cadena Ser, así que, si, es un momento en el que si el anhídrido carbónico se pone tozudo, se habla con los antidisturbios y se le da vía libre. Imaginad, diez horas rodeado de compañeros, el coche es una vía de escape, y nunca mejor dicho. Hace años, gracias al faraonismo de nuestro querido Gallardón, tuve que cruzar durante meses la ciudad para llegar al trabajo. Como pasaba por P.Castilla a la misma hora que una compañera esperaba el autobús, le dije que me pasaría a por ella y haríamos los últimos kilómetros juntos. Fijamos una hora y un punto, y nos emplazamos a la mañana siguiente. Yo me levanté sin acordarme de la cita. Cumplí mis rutinas con la misma eficacia de siempre, segundo arriba, segundo abajo. Puerta de Toledo, Embajadores, Atocha y Castellana. Fue entonces cuando una avanzadilla gaseosa se interpuso entre mi tranquilidad y el volante. Reconozco que es un riesgo, dado que estas fanfarrias escatológicas en algunos casos vienen acompañadas de ataques químicos, pero gracias a los avances de la técnica, léase elevalunas eléctrico, uno puede dar una rápida vía de huída al gas tóxico, en un acto de generosidad para con la naturaleza. Así que, ni corto ni perezoso, di el ok y el resultado fue peor de lo esperado. Mientras mis pabellones auditivos esperaban un solo de trompeta más o menos afinado, fue el silencio lo que asustó a mis papilas gustativas, que anticiparon los segundos de zozobra. Era pleno invierno y aunque rondáramos los cero grados di la voz de alarma y bajé ambas ventanillas. Entonces caí en la cuenta. Y no fue por casualidad sino porque allí estaba. A unos cientos de metros, el punto elegido, a la hora determinada y mi compañera, reconociendo el coche, y blandiendo su mano al aire como saludo en la distancia. Juro que traté de recuperar mis conocimientos religiosos, porque estimé oportuno un padrenuestro para pedirle al dios en el que no creo que el semáforo que nos separaba se pusiera en rojo. ¡Necesitaba tiempo! Pese a mi ateismo alguien escuchó mi súplica y el bermellón detuvo mi camino. Mi compañera hizo ademán de comenzar a andar para acercarse y aprovechar la parada. Yo respiré hondo, comprobé que el plan de emergencia estaba todavía en fase de finalización y moví mi mano en un gesto claro que decía No, no, espera, ya voy yo, que ahí hay mejor sitio para parar. Fueron segundos de angustia. Mi compañera dio los buenos días, divertida, y se sentó, dicharachera. Yo estuve poco hablador, escrutando cada uno de sus gestos en espera de alguna evidencia que me delatara. Pero no dijo nada. Bueno, sí, al llegar a la oficina me preguntó ¿te pasa algo?¿por qué respiras tan profundamente? Nada, dije, es una larga historia. Así fue como aprendí que mi coche no era tan privado como pensaba.
14 de marzo de 2013
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1 comentario:
jajajajajaja
gracias por hacerme sonreir
feliz día
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