Estas últimas noches escuchaba como un llanto. No era muy fuerte, era más bién triste, no una demanda. Pensaba que era la peque de los vecinos. Pero ayer por la mañana bajé al trastero y al ver como me miraba mi bicicleta con radios de rencor caí en la cuenta. Llevaba más de un mes sin sacarla de paseo, sin darle alegría a sus pedales. Así que me olvidé de eltiempoenmadrid.es y me lancé al vacío climatológico. Creo que si hubiera pasado una semana más hubiera estado tan despistado que me hubiera sentado al contrario en la bicicleta. Tuve que pensar en la primera cuesta hacia donde tenía que darle a los botones para que los piñones no me rompieran las rodillas de dolor. La ruta a la Casa de Campo, tantas veces preparatoria tan siquiera de otra más larga, se me antojó una etapa del Tour, y no una cualquiera, una de alta montaña. Y no lo digo por la velocidad con la que surcaba la ciudad, ni mucho menos, sino por la carrera que dentro de mi cuerpo estaban realizando mis órganos por saber cuál iba a ser el primero en salírseme por la boca. El Cerro Garabitas, una cuesta interesante, poco más, me pareció el mismísimo Tourmalet. Sólo mi ancestral orgullo de deportista garrafón me impidió que pusiera pie en tierra. Se me hizo eterno y sólo por vergüenza torera no terminé en la cima alzando los brazos como si hubiera terminado la más terrible de las ascensiones. 30 kilómetros después estaba en casa, con más dolores que vergüenza. Si esta es la tan temina crisis de los cuarenta, que sepáis que no me gusta ni un poquito.
18 de marzo de 2013
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