Con 18 años llevé a mis amigos del alma por primera vez al pueblo. Cuatro colegas en un coche. Una delicia. Al entrar fui enseñando cada estancia con la frase y este es el salón, este es el patio, este el corral y ¿esta? esta mi canasta. Y ni corto ni perezoso pillé el balón que había en el suelo y realicé un maté en frío. La ejecución fue perfecta, no así la caída, ya que pisé sobre una lata y me torcí el tobillo de una manera brutal. Todavía se están riendo y la frase "y esta es mi canasta" es un clásico en mi entorno.
La lesión, además de la más tonta, ha sido la más grave de mi vida. Dos meses en dique seco, con muletas. Pasados esos meses recuerdo la ilusión con la que fui al traumatólogo a que me quitaran la escayola. Me acompañó mi madre. Esperaba en la sala con la alegría de volver a la bipedestación, a la vida normal, a correr, saltar, jugar al baloncesto. El doctor, un tipo entrado en carnes y con aire bonachón, me deshizo de mi blanca cárcel y observó la pierna. Un espagueti penoso y famélico. Hizo algunos movimientos y sentenció: otros 15 días con escayola y muleta. Por aquel entonces ya medía lo que mido hoy, así que la estampa de un tipo de casi dos metros llorando como un niño chico debió de ser escandalosa. Sí, lloré. Lloré de rabia y de frustración. Hoy he recordado esto y he pensado en esas personas que esperan en la sala de un médico un diagnóstico sobre el cáncer o alguna enfermedad mortal. O peor, en esos padres que acompañan a sus hijos mientras esperan la sentencia. Y me he dicho, como tantas otras veces, que suerte tengo de sólo haberme roto el tobillo.
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