12 de enero de 2024

 Ahí llega, un poquito tarde, el primer cuento del año...

 

LLANTO A DESTIEMPO:

            Si algún torpe le preguntaba algo similar, respondía lo mismo en sus distintas variables ¿cómo no iba a quererlo, si era su padre? Las preguntas no eran directas, subterfugios escondidos en un ves poco a tu padre ¿verdad? o ¿No has vuelto a casa en Navidades? Pero la vida es así. Su padre fue educado en un molde rígido en el que el llanto, lo superfluo, lo no tangible y la creación, no tenían cabida. Los hombres no lloran, era el mantra que lo resumía todo. Por eso su homosexualidad se mantuvo latente; como sus ganas de pintar el mundo, o de contarlo, o de cantarlo. Todo macerado, ninguneado, clandestino, distraído, engañado, aletargado. Hasta que aquel hombre, porque con quince años una barba de treinta representa la madurez, hizo saltar todos los diques, y el mar entró para mojarle los tobillos, y la moral, a su padre.

            Fracaso. Fallo. Tara. Podía esconder sus silencios detrás de muchas palabras. Para su padre ya no era un hijo, era un error, un producto defectuoso que no podía devolver. Seguían conviviendo y el amor viejo hacía que las chispas saltaran solo en la intimidad, donde los insultos comulgan con la frustración. Nunca le reprochó nada, salvo que obviar y convertir a tu hijo en un compañero de piso no fuera el mayor de los reproches. Por eso estudió en el extranjero, por eso aceptó aquella irrisoria beca, por eso trabajó de camarero, de niñero, de jardinero, de friega platos, en idiomas cada vez más incomprensibles. Cualquier cosa para estar lejos. Murió su madre y ya no había nada que lo obligara ni a planificar una visita de cortesía. Una llamada, tal vez una postal, y poco más. Por el niño que fui, se justificaba ante su pareja, que lo conocía mejor que nadie.

            Hasta que hace una semana una prima lejana le informó de que le viejo general estaba muy enfermo; unos días después que había muerto. De golpe se hizo un vacío bajo sus pies. Ese hombre distante, que solo había sido un lastre en su crecimiento, podía desaparecer para siempre. Por fin podía volar. Pero se hizo más presente que nunca. Un torrente inverso le obligó a regresar a tiempo para el funeral. Como si alguien hubiera soplado a las hojas caídas de la memoria y, de golpe, las raíces tomaran forma. Ya no vivía tan lejos, no hacía falta. Hoy, respondiendo a abrazos y a formulismos mortuorios, se ha sorprendido llorando. No tenía sentido ¿por qué? Hasta que en el baño vio su propio reflejo. Y ahí estaba, entregado a un llanto desconsolado, el niño que seguía creyendo que su padre era un superhéroe inmortal. 


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