15 de agosto de 2012

MALO

Mi madre dice que cuando era pequeño y se me mandaba algo que no era en exceso de mi agrado ponía poco interés para equivocarme y lograr el salvador "anda, deja, que ya lo haré yo" que era una carta de libertad sobre las hazanas hogareñas. Aunque no lo recuerdo y va en contra de mi odio actual al escaqueo, doy crédito a los recuerdos de mi progenitora. Lo que espero es que mis hijos no conozcan estos requiebros de su padre. El caso es que ahora me he dado cuenta de que, camino a los cuarenta, hay una actividad del hogar en la que soy malo aposta: cortando jamón. Normalmente uno no corta jamón solo para sí mismo, con lo que se esfuerza en que todas las lonchas que descansen en el plato cumplan las premisas de tamaño y grosor. Así, si una sale demasiado gruesa, pues no pasa el corte y como a la basura es un delito tirar la comida ¿dónde termina? en el buche del cortador. Y me he dado cuenta de que mi eficacia cortando jamón se aleja mucho de la lógica y a poco que me centre soy consciente de que es una confabulación entre mi cerebro, mis manos y mi estómago. Dos de cada tres lonchas me salen demasiado gruesas y os aseguro que, si me fuera la vida en ello, casi que las cortaría todas transparentes. No me queda otra, querida madre, que darte la razón, es verdad que algunas cosas las hacía y las hago mal intencionadamente. Y a todo esto, bendito invento el jamón, oiga.

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