Soy usuario habitual de las fiestas de pueblo. Las he visto de todos los gustos y colores, y aunque pienso que todas cojean del mismo pie chabacano y rancio, gozan de una salud no exenta de encanto. Generación tras generación nos regocijamos en esa semana de cultura gastronómica, religiosa, etílica y hedónica en los diversos pueblos de nuestra tierra. Las orquestas y sus pasodobles son la punta del iceberg. Y hay algo que por muchos años que pasen no logro entender. Y lo he visto en niñas a las que a su vez he visto crecer y considerar que ellas sí, ellas serían el eslabón roto que rompería la cadena. Y, en cambio, en un año, como si me las hubiera abducido una canción de Jorge Dann y me las hubiera devuelto envueltas en con un lazo de dama, las señoritas despiertan un repentino deseo por reinar en su pueblo. Lo veo y no lo creo. No doy crédito. Niñas, mujeres, que digo, modernas, de su tiempo, a las que consideraba despojadas del lastre sexista de sus predecesoras segregando por el título de dama o reina de las fiestas. Soñando con colgar en el balcón de sus casas una enorme foto mecida por banderitas de colores. Y las veo adornadas con esos disfraces de noche, con esa banda que las acredita en su título, aderezadas por la música de la banda de turno, y sigo sin entenderlo. Y mi abuela decía que algo tendrá el agua cuando la bendicen, así que no me queda otra que aceptarlo, algo tendrá el reinado cuando no muere, año tras año...
28 de agosto de 2012
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1 comentario:
Eso es porque aún crecen con cuentos de hadas y se les despierta su princesa interior. Digo yo que sienten que es lo más próximo que estarán de sentirse como La bella durmiente, Ariel o la Cenicienta.
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