Es sólo fútbol. Once tipos en calzoncillos, los nuestros más buenos y bajitos, que corren detras o delante de la pelota. Un deporte más. Ilusión, nervios, enfados. Pues todo lo que tiene algo cuando se vive con pasión y enfrenta a dos partes. Después el partido se acaba y la vida sigue. Porque todo permanece igual, para los que lloran de emoción y para los que no entiende las lágrimas. Un partido no quita ni pone reyes. Un partido no genera paro. Un partido no financia la banca. Un partido no alimenta a los políticos corruptos. Un partido no aconseja a próceres mundiales para seguir esquilmando a dos tercios de la humanidad a cambio de la sociedad de consumo y bienestar del otro tercio. No, un partido son once contra once, dos porterías, un balón y una árbitro. Cada uno es libre de vivir las cosas como le plazca o pueda. Incluso mostrarse indulgente o incomprensivo ante la forma que tienen de vivirlas los demás. Pero no mezclemos los churros con las merinas (sí, los churros). Saber lo que es el pan y circo no te da derecho a mirarme con condescendencia por alegrarme, y mucho, de que Cesc ayer metiera la pelotita. Me abracé a mis hijos y gritamos de alegría, oeoeoeoeoe, oeoeoeoe, como descerebrados. La hipoteca, la presión fiscal, el desastroso gobierno nacional, las subidas de impuestos municipales, los informes que no cuadran, seguían ahí, y yo lo sabía, de verdad, era consciente. Pero si tengo capacidad para dejarlo todo aparcado (que no olvidado) durante 90, 120 minutos, ¿quién eres tú para decirme que no tengo la cabeza en su sitio? Reprocharnos algo en este sentido es como apostarse en la puerta del cine a sancionar a la gente por su poca sensibilidad, sí, eso, Europa a pique y tú aquí, tan tranquilo, viendo una de Eric Toledano. Y quien dice película, dice libro, obra de teatro, cerveza con los amigos, kilómetros en bici...Curiosamente, el partido de ayer duró lo que una buena película, y además como las que gustan, con final feliz.