Cuando era estudiante, en pleno buceo en libros de historia, escribí una novela (que sigo pensando que es buena) ambientada en los últimos años del franquismo. En parte fue por el interés que despertó en mi un grupo terrorista llamado FRAP. Era un grupo de ideario comunista, contrarios al espíritu conciliador en el que parecía instalado Santiago Carrillo. Como todo grupo terrorista que se precie hizo honor a su nombre con la violencia, matando en el 75 a dos policías (si no recuerdo mal) Ahí es donde sitúo mi historia. Un estudiante antifranquista que empieza a coquetear con la extrema izquierda y que termina en una cuneta como cabeza de turco. Ya entonces FRAP (y también ETA, ingenuamente...) me parecían caldo de cultivo de los libros de texto, algo caduco a estudiar, fuera de sitio en una realidad democrática donde, pese a la pantomima real de la propia democracia, uno suele encontrar herramientas sin detonantes ni gatillos para hacerse escuchar. Lo mismo me ocurre hoy en día con las FARC. Son como un fantasma, un cadáver que extrañamente sigue vivo. No entiendo como puede pervivir hoy en día en un país democrático y moderno como Colombia, un colectivo de asesinos tan activos, tan arraigados y tan violentos. Siempre me ha impresionado, además, su capacidad para infringir daño a largo plazo. Porque un atentando es llegar, pun, matar y salir zumbando. Pero plantearte secuestrar a alguien por décadas, eso ya es ser demasiado previsor. O quizá las cosas salgan así, sin que ellos pudieran hacer cálculos tan lejanos, y las familias de los secuestrados hayan tenido la mala suerte de sufrir los constantes records. Estoy seguro de que algunos cautivos sobrevivirán a sus propios captores. Sea como fuere, es un movimiento que carece de sentido y parece ser que, como la española lleva décadas haciendo, la sociedad colombiana ha decidido salir a la calle para evidenciar su rotundo rechazo. Suerte, mucha suerte.
7 de diciembre de 2011
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