10 de agosto de 2011

POR FIN

La fotografía se desliza hacia el teclado y el sonido sonido del papel sobre la "s", la "d" y la "f" pareciera un suspiro pixelado, atrapado en el tiempo. La pantalla tintinea una última vez antes de devolver el reinado al universo analógico. Se mira en el espejo. Las ojeras como icebergs del alma y la barba descuidada como una melodía conocida. El marketing de la tristeza gana. Se pone una camiseta cualquiera, tal vez sucia, tal vez no. La etiqueta le hace cosquillas en la barbilla en un infantil juego que apenas si arranca una leve mueca a la comisura de sus labios. Apaga el teléfono. Poco van a importar las llamadas a partir de ahora. Los pantalones son un mal necesario, pero el roce del vaquero, áspero e insensible, logra devolverle ciertos retazos de realidad. Mira por la ventana. La ciudad, a lo lejos, mecida por los últimos rayos del día, parece ajena a su desdicha. El sol entra en un tropel dorado que explota sobre la decoración minimalista. Otra evidencia más de la herida abierta. Los rincones de diseño son como postales de su ausencia. No busca calzado. Es invierno y el frío del suelo le ayuda a sentirse vivo. Lo que es una ironía cuando lo que uno busca es dejarse llevar. La cama está desecha, pero las arrugas son frías cuando las dibuja un único cuerpo. El peso de su esqueleto, pese a la evidente delgadez que dibuja su sombra, se le antoja excesivo. Sus tobillos no parecen estar por la labor y busca una columna para no perder el equilibrio. Respira. Necesita valor. Mucho, el que nunca ha tenido. Antes todo parecía más fácil. El aire no reconforta, incomoda, molesta. Mira la casa, el desorden es otro guiño más de la tristeza. Busca el armario. Ahí está. Esperando. Lleva meses haciéndolo, pero hasta ahora no se ha atrevido. Es el momento. No puede ni debe dilatar más la espera. Si es el destino, que el destino asuma las riendas. La toma con fuerza y la deja colgando junto a su cuello. Camina por el pasillo hacia el pequeño habitáculo con aire patibulario. En lugar de los cuadros modernistas, cubistas e incomprensibles, pareciera que los dibujos fueran compañeros del corredor de la muerte alentando sus últimas pisadas. Respira hondo y siente el vértigo profundo con el que la paz busca abrirse camino. Abre las puertas del estudio y se sienta en la silla alta. Carraspea, se pone los cascos, desenfunda por fin su guitarra y toma el micrófono, con fuerza. Sí, tristeza, va por ti, hoy puede ser un buen día. Un acorde rítmico y duro le hace sonreír por primer vez en meses.

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