Es lo que tiene el deporte rural el verano, suele venir con pasajeros inesperados: las moscas. Uno piensa que yendo en bici el asunto está resuelto, tú velocidad impide el pesado merodeo del insecto alado. Pero claro, después descubres, en el calor de una mañana de agosto, que los caminos pueden llegar a ser mucho más empinados de lo que se espera, y que tus piernas no están tan en forma como te gustaría, por lo que, además de una patética imagen luchando contra la verticalidad y las piedras y el sudor que se mete en los ojos, aparecen un par de moscas que, cojoneras que son, no van a los idem, sino a donde más molesta, esto es: nariz, ojos y orejas. Así, si a esto le añadimos caminos que no lo son, sino que reciben ese nombre porque alguna vez alguien caminó por ellos, repletos de pedruscos y zarzas, la combinación es peligrosa: subes (o lo intentas) agarrado al manillar como si de él recibieras el oxígeno, ladeas tu falta de preparación en eternas pedaladas y un par de moscas te dan la brasa con una profesionalidad encomiable para su especie. Echas de menos unos miles de años de evolución para tener un rabo con el que matar moscas, pero como Darwin no está de tu lado, mueves la cabeza con violencia. El trazado se complica, tus piernas no responden, las zarzas demandan protagonismo…así bastante es que termines llegando sano y salvo a casa y, sobre todo, que con suerte no te haya visto nadie…
26 de agosto de 2011
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