MI CASTILLO DE LETRAS.
¿Para qué narices
servís?¿eh? Decidlo. Para eso ¿verdad? Para eso servís, para decir las cosas.
Pero quienes os manejamos como una herramienta algo más avanzada, para los que
nos descargamos la aplicación “saber escribir” necesitamos algo más de
vosotras, malditas palabras. En mi caso sois la presa que retiene el caudal y que, de forma casi sistemática, deja salir un torrente controlado en forma de párrafos.
El problema es que solo sois ficción. Sois un invento. La parte oculta del
truco. Dais vida a lo que no existe. Creáis de la nada, pergeñáis desde la oscuridad
hasta una luz efímera y dependiente, porque lo que creáis solo existe cuando es
leído. Y ahí viene el drama para alguien como yo, que crea, y crea y los mundos
que inventa tienen una vida tan corta. Siento el pesimismo, queridas palabras,
pero con la edad uno pierde la esperanza de que la magia siga existiendo, y si
se ve el andamiaje del truco, pierde la gracia. Saber que moriré sin ser escritor
en el sentido profesional de la palabra es una evidencia cada vez más indiscutible.
Lo es hasta un nivel en el que ha condicionado la propia actividad creativa. Ya
no escribo para ser leído, sino por necesidad, por rebajar la presión, por liberar
las compuertas y que la presa no desborde en el momento menos oportuno. Ya no
pienso en quien leerá lo que escribo porque apenas existe ese alguien. Tengo novelas
que no se ha leído nadie. Si, nadie. Me llevaron horas y horas inventando,
creando, cruzando vidas ajenas salidas del algún rinconcito de mi interior que,
como un manantial que no cesa y que yo no puedo, ni para bien ni para mal,
controlar, siempre da una idea, un personaje, un suceso…del resto se encarga el
talento, sí, y las horas, días, años leyendo y escribiendo. Y ahí quedaron. Olvidadas, sucumbiendo a otro torrente con el mismo futuro escrito. Lo bueno
de esta claudicación es que no tiene nada de abdicación. Primero porque para abdicar
hay que reinar y segundo porque no ha habido un día concreto, una hora elegida,
para aceptarlo. Va llegando. Es el mar de lo cotidiano, de la realidad, que
poquito a poco, ola a ola, va lamiendo el castillo de palabras en la orilla. Un
día ese castillo ya no será más que una montaña informe. No queda tanto, esa es
la parte triste de esta historia.
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