Repetí segundo de BUP. Fue una bofetada cruel perpetrada por tres míseras asignaturas que se me atragantaron y ni con la miga y el agua del verano fui capaz de tragar. Tenía 15 años y fue mi primer fracaso escolar. Tercero lo pasé con más pena que gloria y llegué a COU con el lastre insalvable de dos asignaturas pendientes. Me enamoré y me desconecté del mundo. Aprobé una asignatura y supongo que fue por pena, por no hacerme pasar por debajo del pupitre. El segundo COU ya lo hice en turno de tarde y tratando de sacarme algo de dinerillo para mis vicios. La cosa no fue mucho mejor y dos asignaturas pendientes coronaron un nuevo septiembre negro. Iba a hacer lo que se conocía como un Papá Noel (Cou, Cou, Cou). Ese verano ya me reclamó Cádiz y la patria para los nueve meses de la basura, así que me presenté en Madrid en primavera, más perdido que un skin en una biblioteca, con dos asignaturas y medio curso para tratar de preparar un plan vital. La confianza paterna era más bien escasa, y cualquier principio científico basado en el ensayo error obligaba a condenarme al fracaso. Mi futuro parecía ligado al ladrillo o similares. Sin saber muy bien hacia dónde iba, con algún apaño laboral y piscinero aprobé en septiembre y me lancé a la selectividad con el escepticismo que tendría un tercera en una eliminatoria de copa con el Barsa. Y saltó la sorpresa, una nota colgada en un tablón y una carta que llegó a casa mediado el verano certificaban mi acceso a la universidad: Geografía e historia. En la universidad volvieron los nubarrones negros, no lograba conectar ni con la gente ni con los profesores ni con las materias y emplee mi tiempo en formaciones alternativas como un inútil a la postre, carné B2 y título de taxista. Como en los viejos tiempos logré salvar una asignatura para que mantuvieran la matrícula. Tenía la edad en la que mis coetáneos se enfrentaban a los últimos años de carrera y yo no había ni empezado. Me di una última oportunidad, me desnudé de la Geografía y me vestí de Historia. Busqué trabajos a media jornada y me di un año. La sorpresa fue mayúscula. Empecé a entender lo que estudiaba, lo que los profesores querían de mi y las buenas notas se sucedieron en cascada. Maduré de golpe. Me volví aplicado, organizado, comprometido. Seguía saliendo, claro, pero ya era capaz de levantarme un sábado a las siete de la mañana para pasarme el día en una biblioteca. Así fueron pasando las asignaturas, y los cursos, hasta que acabé la licenciatura, en mi año, salvo por tres díscolas asignaturas que requirieron el impulso de un trimestre extra. Un día me di cuenta de que había hecho una carrera, un curso que me permitía ser profesor, había enfocado mi vida laboral en un campo impensable y con mi pareja de toda la vida me había comprado una casa. Ahora, no se si lo seré o no, porque la ejemplaridad es un arte demasiado subjetivo, pero soy un buen padre, un buen trabajador y una buena pareja. Además, una persona concienciada, consciente de su lugar en el mundo y con enormes expectativas en la vida.
¿Por qué os cuento todo esto? Porque tengo la esperanza de que entre mis lectores haya padres de adolescentes en un tris de tirar la toalla. No lo hagas, ten fe, estate a su lado, crítico pero comprensivo, tropezar no es un delito, lo es no querer levantarse. Un día de estos tu hijo, tu hija, se despertará y se dará cuenta de que tiene que hacer algo con su vida. Y dará igual si es tarde o temprano, porque lo importante es que te encuentre ahí, a su lado.
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