20 AÑOS DE MI 12M:
Todos los que tenemos una edad nos acordamos de lo que estábamos haciendo en aquellos momentos.
Yo tengo muchos recuerdos, pero, curiosamente, el que más se ha anclado no fue el mismo 11 M, sino al día siguiente. Estábamos embarazados, mi pareja de baja preventiva, llorando sin parar en el sofá, enganchada a la televisión como no lo había estado en su vida, y como no lo ha vuelto a estar. Yo iba a firmar un nuevo contrato, una nueva empresa, una nueva ilusión. Tenía poco más de treinta años. No recordaba la última vez que había llorado. Pasada la infancia, y educado en el lesivo los hombres no lloran, soportaba el dolor con cualquier alternativa que no incluyera pucheros y agua salada. A las doce de la mañana iba en mi coche, a un par de kilómetros de casa, por una amplia avenida carabanchelera. Paramos todos. Nos bajamos, y durante un tenso, emocionante y casi catártico minuto, la ciudad se detuvo. Yo empecé a llorar. Eran lágrimas pesadas, que arrastraban tanto que me dejaron huella, quizá para siempre.
Desde aquel intenso minuto, llorar, y menos por emoción, dejó de ser un estigma. Y lo he hecho tanto que pareciera una venganza, como si mis lacrimales quisieran recuperar el tiempo perdido.
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