6 de octubre de 2011

JOBS

La muerte nos iguala a todos. La parca dama no entiende de altos, guapos, listos o tontos. Con suerte, si eres rico, correrás, pero ella no es velocista, ella es una corredera de medio fondo y tarde o temprano te alcanza. Y cuando te dice se acabó, ya no hay negociación posible. Se acabó significa se acabó. La muerte de Steve Jobs, reconozco, me deja indiferente. No le habrá ocurrido así a otros muchos para los que este visionario era un gurú, un ejemplo, casi un dios al que iphonizar. Sí recuerdo dos muertes de este estilo, de personas a las que conoces por su trascendencia mundial y no en persona, y que pese a esa evidente distancia, sientes por ellos una afinidad que los iguala a tus amigos o familiares. El primero de ellos fue Fernando Martín. Recuerdo perfectamente la tarde en la que murió. Estudiaba en casa, poco, por su puesto. Era domingo, y el carrusel de la SER se interponía entre el latín y yo, cuando saltó la noticia. Su Lancia se había estampado cortando la carrera de este excelso y admirado deportista. Salí al salón como Pancho al grito de Fernando Martín ha muerto. Y bajé a la calle. Állí encontré a otro par de amigos igual de desconcertados que yo. Y de la otra, no tan lejana, tuve noticia en las cámaras del metro. Despistadamente eché un ojo mientras el tren hacía su entrada, cuando el telediario daba la noticia: Carlos Cano había muerto. El corazón me dio un vuelco y sin poder evitarlo me puse a llorar. Hacía unos meses que me había quedado sin entradas para su último pase en Madrid y se había marchado dejando un hueco en mi altar de idolatrados de incalculable dimensión. Lo siento. Por la familia, por los amigos de Jobs, y por todos aquellos que como yo con Fernando Martín o Carlos Cano, han sentido un vacío con su muerte.  

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