Toco el cajón, pichí, pichá. Y la batería. Mal. La guitarra. Casi peor. Y canto, de eso mejor no hablar. Me gusta poner la música bastante alta en el coche, mi cabina insonorizada particular, y destrozar las canciones de Sabina a grito limpio. Me pongo los cascos en el gimnasio. Podría decirse que me gusta el ruido. Pues no. Soy un maniático de los ruidos o un nacionalista del silencio selectivo. No soporto según que ruidos y sobre todo en según que situaciones. Por ejemplo: me enferma el ruido de la gente que abre la boca para comer chicle. No puedo. Sería capaz de cambiarme de asiento en el metro. O la gente que come en general con la boca abierta y habla y las ideas las aliña con restos de ensalada que vuelan más certeros que sus argumentos. Guardo en un cuarto oscuro de mis principios el rencor que le tengo a las decenas de personas que no me dejaron escuchar una película por el ruido de unas palomitas. No soporto dormir o leer con el tic tac de un reloj en la oreja. La secadora, que está en la terraza, termina su jornada sí o sí cuando llegan las doce. Me desvelan los tacones de la vecina. No me gusta la gente que canturrea las canciones guturalmente como si hubieran secuestrado con al boca a una cantante de gospel. Así es lógico que los tapones sean el mayor tesoro de mi neceser. En fin, que me gusta el ruido pero no. No me gusta, pero sí. En definitiva, el mundo es un bongó.
5 de mayo de 2011
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1 comentario:
A mi me pasa lo que a ti con el tic-tac, tic-tac... insoportable, se te mete el ruidito dentro del cerebro!!!
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