Arconanda se lanza a por un balón fácil. La falta tirada por el maestro Platiní ha decepcionado. La defensa se recoloca para lanzar un nuevo ataque, pero el balón, rencoroso con el portero que como un héroe había llevado a su equipo hasta el Parque de los Príncipes, rebota entre el cuerpo y el cesped y rechoncho y cachondón se acerca a la línea para helarnos la sangre a todos. Desde entonces muchos de mi generación, los que ayer volvimos en algún modo a nuestra adolescencia, llevábamos esperando un resarcimiento, una revancha, un poder decir yo lo vi. Con el baloncesto ya lo habíamos logrado. Faltaban ahora los chicos del balón y el cesped. Lo han hecho a lo grande, como nos gusta a los futboleros, con suficiencia desde el primero minuto hasta el segundo. Pese al victimismo que ha rodeado siempre los partidos de la que llaman roja, esta vez, sin hacer ruido de siempre, cuando al primer partido ganado ya nos creíamos campeones, poquito a poquito, con pasitos firmes, han llegado a una final. Otra. Y esta vez sí, esta vez sí teníamos desde el principio la certeza de que se podía ganar. Y así fue. El fútbol es lo que es. Un juego. Nada relevante para nuestras vidas que hoy, pese a esa sonrisilla, pese a esas ganas de bromear con tus compañeros sobre la victoria, pese a todo eso, pese a que nada ha cambiado para nadie, nos sentimos felices.
Y estas cosas luego las recordamos. Dentro de diez, quince años, nos juntaremos los mismos que ayer canturreábamos "que viva España" y diremos aquello de ¿te acuerdas la tarde del gol de Torres?.
Y estas cosas luego las recordamos. Dentro de diez, quince años, nos juntaremos los mismos que ayer canturreábamos "que viva España" y diremos aquello de ¿te acuerdas la tarde del gol de Torres?.