TEATRO:
Si soy sincero, y sobre todo si lo comparo con el cine, he de reconocer que no me gusta el teatro.
Esa es la evidencia, ahora vamos con la explicación. Escucho mucho la radio, cuando llama un oyente y se empieza a trabajar, o un periodista lo pasa mal, sobre todo cuando lo intuyo, mi primer impulso es apagar. Sí, prefiero no compartir su mal rato. Así soy de egoísta. Y me pasa lo mismo con los enviados especiales, los presentadores, no me gusta que se equivoquen, hago míos sus malos ratos. Tampoco llevo especialmente bien que me sirvan, en el sentido más servil de la palabra. Cuando he ido (sí, alguna vez he ido...) a uno de esos sitios de postín que te quitan la chaqueta, o te mueven la silla para que te sientes, en lugar de agradecerlo, me incomodo. Me pasaría igual si tuviera servicio en casa, dudo que pudiera comer teniendo a alguien a mi alrededor mirando si tengo la servilleta limpia, si el segundo plato ha tardado demasiado, si la copa está vacía. Al cine voy a escapar. Sí, cuando la película cumple unos mínimos de calidad (de eso hablaré en otro post) me olvido de todo durante dos horas, y hago la historia como mía. En cambio en el teatro no me ocurre lo mismo. Es como cuando te duermes, pero no te duermes, esa especie de duermevela. Pues así estoy yo en una butaca de un teatro, que me dejo, que no me dejo llevar por la historia, siempre sufriendo por el posible fallo, siempre incómodo porque están actuando para mí...Tranquilos, voy a terapia, se llama Inma, y me lleva de vez en cuando a un espectáculo para ver si me curo...