Un hombre condenado por malos tratos, con orden de alejamiento, pasa la Semana Santa, con permiso del juez, con su hija. Cuando toca la cita para retornar a la pequeña bajo la tutela de la madre, el muy cabrón, en lugar de darle un besito y despedirse hasta pronto, pequeña, como haríamos con lágrimas en los ojos el 99,99999 % de los padres, pues decide asesinarla y después quitarse la vida. A este desgraciado sin gracia se le podía haber ocurrido alterar el orden de los factores para dejarnos un mejor producto, se podía haber matado primero y después haber asesinado a su hija. La historia de este desalmado sin alma es desgarradora, porque no sólo ha dejado en el triste dígito de 6 años la historia de una personita inocente, sino que ha roto, de por vida, la felicidad de una mujer, una madre, y de toda su familia. Nos ha encogido el estómago a todos, pero también arroja daños colaterales a una sociedad que todavía es muy sensible a este tipo de desgracias evitables. Los hombres separados reciben estas noticias con el estupor con el que cualquier persona con dos dedos de frente y diez gramos de alma puede hacer, con rabia, indignación y asco. Pero también con miedo, porque su objetivo de paridad para con la custodia de los hijos, que avanza pasito a pasito, recibe un cruel y certero zarpazo cada vez que un padre decide, por venganza, por odio, por rabia, hacer daño a su pareja y sobre todo a su prole. No habrá nada que me haga entender que un padre sea capaz de hacer daño intencionadamente a sus hijos. Nada. Pensar además que ese daño es definitivo, que busca la muerte y que lo hace por despecho, me genera tantas ganas de vomitar que daré por terminado el artículo aquí, incapaz de encontrarle otro final...
2 de abril de 2013
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario