Apenas fueron tres o cuatro segundos. Yo iba por la acera y el coché surcó la calle a gran velocidad, haciendo rugir sus prisas. Conducía una mujer de unos cuarenta años. Morena, pelo corto. Su gesto era de absoluta concentración, la mirada telescópica sobre la calzada, la mandíbula aprentando los dientes con fuerza. A su lado iba una mujer mayor, muy mayor. Los años vivdidos regalaban a su rostro enormes surcos de sabiduría. Parecía dormida. Pero tenía ese rostro tan peculiar que tienen las personas mayores cuando se dejan llevar, cuando parece que no necesitan agarrarse más a la vida. Iba, eso sí, agarrada a la mano de una tercera persona, que apenas se intuía en el asiento trasero. En sus hombros tenía otras dos o tres manos, cuya utlidad no era otra que sentirse, manos y anciana, anciana y manos, las unas a las otras. Todas parecían manos de mujer. Así que me imaginé que tres o cuatro hermanas llevaban a su anciana madre camino del hospital. Mi experiencia me dicta que aquella buena mujer no salió del centro hospitalario, ese era, en realidad, su último viaje. Y no sentí tristeza, al contrario, no me imaginé una forma mejor de morir que anciano, sereno, tranquilo, en paz y rodeado de los tuyos.
22 de abril de 2013
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