EL ANTITAURINO SANFERMINISTA:
Todos los años sufro la misma dicotomía. Soy antitaurino desde la adolescencia, y con la edad, me he vuelto más activo, hasta sentir nauseas con todo que huela a tauromaquia. En cambio, soy un forofo de los encierros de San Fermín. Tendría que echarle la culpa a mi Tía Encarna, de cuando aquellos veranos en su chalet toledano todos los primos madrugábamos para ver con ella el encierro. Pero hay algo más. Yo lo veo como un vegetariano que una vez al año se come un buen filete. Con remordimientos, claro, pero sin poder evitarlo. Todo lo que rodea al encierro me fascina, la camaradería, los cánticos, tantas tradiciones como la de saludar al vaquero antes del comienzo, como señal de respeto; que cada uno tenga su recorrido, como se adivina quien es novato y quien sabe de qué va. Los nervios, las cruces que se besan, el que calienta con más profesionalidad y el que no sabe si sube o si baja. El chupinazo. Esa primera fila de policías, tan tranquilos, sujetando a la prole, mientras se vienen encima miles de kilos con cuernos. Los que hacen el torpe cruzándose, los que tocan los cuernos. El guiri al que la suerte le salva la vida todos los años. Y los que hacen una carrera de esas respetuosas y cargadas de belleza (culpable, en mi caso), situándose junto al toro, sin llegar a tocarlo, manteniendo su ritmo una decena de metros, saltando los cuerpos menos duchos que van cayendo, hasta el flaquear de las piernas y ese separarse, como con pena, pero sin hacer ruido, de su compañero de viaje. Sí, lo siento, soy un antitaurino al que le gusta, todos los años, sentarse frente al televisor y ver los Sanfermines.
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