Hay momentos en los que no lo puedo negar: soy un voyeur reconocido. Me ocurre en las estaciones de tren y en los pasillos de los aeropuertos. Sobre todo cuando estoy solo. Tengo el ordenador. Internet. Un libro. La prensa. No importa, siempre termino observando a la gente, dibujando en los rincones de sus gestos los trazos de su vida. Me pregunto si van o vienen. Si esta es su casa o vuelven. A quién esperan. Si su impaciencia es por un aterrizaje o por la tarifa del parking. Y disfruto con ellos de una forma especial cada reencuentro. Ese abrazo. Esa carrera de los nietos para abrazarse a esa abuela a la que se le pasan todos los dolores y termina como si fuera un aizkolari levantándolos por los aires. Esos padres que recuperan a su hijo de su primera gran salida. Esa pareja que se reencuentra y se abraza, y se besa, y se mira, y se vuelve a besar, y se vuelve a mirar, y no terminan nunca. Y yo no puedo dejar de observarlos. Sé que no está bien, que es indiscreto, una muestra de falta de respeto a su intimidad, pero no puedo evitar obeservarlos y tratar de fagocitar parte de su felicidad. Ayer me ocurrió en Alicante. Creo que la felicidad de aquella pareja iluminó el andén de la estación. Pero por raro que parezca, a mí, que soy más dado a cotillear reencuentros, ayer me marcó una despedida. Dos jóvenes abrazados, más tiempo del natural. Ojos llorosos en ambos. Acento argentino. Una mujer a su lado, que también se despide del viajero con acento argentino. La pareja que se queda, viendo como el andén les roba a su amigo ambos llorando bajo unas enormes gafas de moda. Se me han ocurrido tantas variables que creo que aquel trío merece una novela.
18 de abril de 2012
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