Un pueblo cualquiera. Una tarde de vacaciones cualquiera. Solecito generoso en primavera, un abuelo, un padre, una madre y un nieto. Además de dos escaleras, algunas herramientas y un tablero con su pertinente canasta. El padre, que es el más alto, subido a la más alta de las escaleras. El abuelo, con más experiencia y en la otra escalera, haciendo las calibraciones para las marcas. La madre vigilando que el más pequeño no organice ningún estropicio con el martillo. En ese momento, cuando la canasta no terminaba de quedar en su sitio, llega Domingo. Carpintero de profesión y natural del pueblo en cuestión. Viene de trabajar, con sus herramientas. Buenas tardes ¿qué hacéis? Buenas tardes, aquí estamos tratando de colocar la canasta en la pared. Ah, ¿y por qué no…? Y dicho y hecho. Él que tiene las herramientas, los conocimientos y las ganas, termina subido a la escalera y taladrando la pared. Los demás ayudando. Fueron sus tornillos y sus manos las que al final dejaron la canasta donde queríamos. Después, con una cerveza en la mano, el padre, quien esto escribe, y Domingo, mirábamos la canasta con la satisfacción del trabajo bien hecho. Y me reafirmé en lo que ya pensaba, lo que me gustan estas cosas en los pueblos. La solidaridad basada en el trueque. No siempre justo, porque Domingo sacó por una hora de trabajo una cerveza y una sonrisa. Además de un amigo y un artículo en este blog. Así son los pueblos. Y me gustan. Arrieros somos y con suerte Domingo alguna vez necesitará algo especial de un madrileño, y entonces yo pasaré por allí y preguntaré ¿qué hacéis?.
10 de abril de 2012
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