9 de noviembre de 2022

 LA CARTA A LOS REYES: 

Me recuerdo a mí mismo sentado en la mesa. Es probable que los pies no me llegaran al suelo, que los balanceara por los nervios. Tal vez la lengua prisionera entre los labios. El recuerdo más viejo de esa escena zigzaguea por la luz cimbreante de una vela. Aquel invierno nos cortaron la luz por primera vez. Mi madre nos engañaba diciendo que no la encendíamos para que otros vecinos, que jamás tuvieron luz, pudieran sentirse ofendidos al ver el invento de Edison brillar tras nuestras cortinas. Yo me afanaba con la letra. Apenas sabía las cuatro reglas, que decía mi abuela Marcela, que jamás supo leer. Pero aquella carta era el momento más importante de año. Ni más ni menos que sus Majestades iban a leerla ¿cómo no iba a esforzarme? No era muy caprichoso, un balón que jamás llegó, unos patines que solo vi en un escaparate o un scalextric que no tuve hasta los treinta años. Todas las mañanas de Reyes me levantaba, con mis hermanas, ilusionado como la pequeña, esperando que los Reyes esta vez, por fin, hubieran entendido mi letra. Mi hermana mayor ni compartía nuestro entusiasmo al abrir los regalos ni nuestra frustración al comprobar que, un año más, nuestra caligrafía no había sido lo suficientemente clara. Calcetines. Ropa remendada. Un libro de segunda mano. Mi madre nos miraba, torcía el gesto, ahora se que con una supina tristeza y un esfuerzo ímprobo por contener las lágrimas, y nos decía: el año que viene tendréis que escribir mejor la carta, no os han entendido. Hoy en día, cuando realizo un estudio grafológico rutinario, soy consciente de que además del orden que puede reflejar tu equilibrio interno, la forma que puede determinar tu nivel cultural, el tamaño tu autoestima, la dirección tu estado de ánimo, existe una inclinación propia y única asociada a la pobreza, que puede hacer de tu letra algo casi incomprensible.  


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