LA CARTA A LOS REYES:
Me recuerdo a mí
mismo sentado en la mesa. Es probable que los pies no me llegaran al suelo, que
los balanceara por los nervios. Tal vez la lengua prisionera entre los labios. El
recuerdo más viejo de esa escena zigzaguea por la luz cimbreante de una vela.
Aquel invierno nos cortaron la luz por primera vez. Mi madre nos engañaba
diciendo que no la encendíamos para que otros vecinos, que jamás tuvieron luz,
pudieran sentirse ofendidos al ver el invento de Edison brillar tras nuestras
cortinas. Yo me afanaba con la letra. Apenas sabía las cuatro reglas, que decía
mi abuela Marcela, que jamás supo leer. Pero aquella carta era el momento más
importante de año. Ni más ni menos que sus Majestades iban a leerla ¿cómo no
iba a esforzarme? No era muy caprichoso, un balón que jamás llegó, unos patines
que solo vi en un escaparate o un scalextric que no tuve hasta los
treinta años. Todas las mañanas de Reyes me levantaba, con mis hermanas, ilusionado
como la pequeña, esperando que los Reyes esta vez, por fin, hubieran entendido
mi letra. Mi hermana mayor ni compartía nuestro entusiasmo al abrir los regalos
ni nuestra frustración al comprobar que, un año más, nuestra caligrafía no
había sido lo suficientemente clara. Calcetines. Ropa remendada. Un libro de
segunda mano. Mi madre nos miraba, torcía el gesto, ahora se que con una supina
tristeza y un esfuerzo ímprobo por contener las lágrimas, y nos decía: el año
que viene tendréis que escribir mejor la carta, no os han entendido. Hoy en
día, cuando realizo un estudio grafológico rutinario, soy consciente de que
además del orden que puede reflejar tu equilibrio interno, la forma que puede determinar
tu nivel cultural, el tamaño tu autoestima, la dirección tu estado de ánimo,
existe una inclinación propia y única asociada a la pobreza, que puede hacer de
tu letra algo casi incomprensible.
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