Conozco a mi coche como si me hubiera acordado de la madre que lo parió unas cien veces. Conozco sus ruiditos, sus desplantes y su ademanes. Y otra cosa no, pero tiene fuerza. Estos días, en cambio, parecía que se había trasmutado en una furgoneta de reparto. De sus rugidos de adolescente macarra habíamos pasado a largos procesos de aceleración. Además con un indefectible silbidito. Lo llevé al taller. Lo dicho, lo conozco como si sus bielas las hubiera parido yo mismo. Que el coche no tiene fuerza, creo que vamos a tener un manguito por ahí a punto de rajarse. Pero ¿el ordenador ha dicho algo? Ni mu. Ah. Lo probaron, lo revisaron. Que el coche va como un tiro, señor. No seré yo quien discuta con un mecánico y menos si tiene unas manos que parecen un muestrario de po…ya me entiendes. Así que algo más tranquilo, pero con el pistón en la oreja, monté a mi familia y nos fuimos a la costa. Kilómetro 86. El pitido de turno anuncia que el mecánico no tenía razón y que yo soy la madre que lo parió. Al coche, digo. Control motor, acuda al concesionario. Lo que hace el ordenador, que como no pone voz no le ponemos cara, pero es más hijo puta que el de Odisea en el espacio, es rebajar las prestaciones del motor para evitar riesgos. Así que en las cuestas abajo y los llanos íbamos acordes al devenir del resto, pero en las subidas (¡ y mira que las hay ! solo cuando no tienes potencia te das cuenta) íbamos los cuatro montados en una camioneta de helados. Llamamos a mi tío Miguel. Iniesta no estaba lejos. Era viernes ¿podemos encontrar un taller para que le echen un vistazo? Sí, claro. Una hora y media más tarde llegábamos al taller. Julio, que ya estaba avisado, le veía las vergüenzas a otro vehículo, tirado en el suelo. Al vernos se incorporó de inmediato y se interesó por los síntomas ¿Pérdida de fuerza?¿un silbidito? Un manquito roto. Sacó la linterna y le abrió las tripas a mi díscolo hijo de Diessel. Metió la mano aquí, la sacó de allá. Mira, este parece que estaba suelto. Conecta otra vez el ordenador y se limpia el error. Salimos a dar un paseo, y noto que el coche no tiene el brío que atesora, pero el display maldito no se pronuncia. Acelero un poco y el pitidito odioso nos devuelve al taller. Julio tuerce el gesto, pero sin el ánimo frustrado va de nuevo al ataque ¿No te quemas? Sí, pero ya estoy acostumbrado, y si tenemos que esperar a que enfríe no salís ni en tres días. Toca y toca. No da con la clave hasta que sonríe, con la mano metida. Sólo le faltó gritar ¡eureka! Sacó un manguito de menos de 20 centímetros y me enseñó la grieta. Buscó en sus herramientas, encontró uno de la medida, lo adaptó y otra vez el ordenador se mostró generoso: avería limpiada. Espera, me dijo, me doy una vuelta contigo. Me llevó a una carretera donde podríamos pedirle explicaciones al coche. Aceleré como si no hubiera maña y respondió. Pues yo creo que ya lo hemos encontrado. Pues ya me dirás cuanto es. Nada, hombre, nada. Yo sé que en los pueblos las cosas funcionan así, favor con favor se paga, pero yo no soy mi tío y no iba a tener oportunidad de devolverle su profesionalidad y celeridad a la hora de resolver mi emergencia automovilística. Además, soy de los que piensan que el trabajo hay que pagarlo. Así que, no sin discutir un poco, terminé dejando 50 euros sobre la mesa. Volver a la carretera me salió barato: menos de una hora y 50 euros. Las cosas en los pueblos son así ¡¡¡ y me encantan !!!
7 de agosto de 2013
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario