Llevaba algún tiempo queriendo hablar de ellos, los abuelos. Y no de forma genérica, sino como fuerza de trabajo. Escuché a un compañero decir que si los abuelos se pusieran en huelga el país se paralizaba. Estoy con él, esa sería la mejor huelga general encubierta (que tome nota ce, ce, o, o). No es una exageranción efectivista, hicimos un sondeo y nos dimos cuenta que salvo aquellos padres que por estar los abuelos fuera de la ciudad se han buscado las castañas de otro modo, el que más y el que menos dependía de ellos para algo relacionado con sus hijos. Basta pasearse por cualquier parque a media tarde o un día de festividad escolar.
Esta dependencia es preocupante en muchos sentidos, porque, entre otras cosas, los abuelos ya se han ganado, después de décadas trabajando (con o sin sueldo) el derecho a un descanso relativo. Y este rejuvenecimiento laboral no siempre redunda en una mayor felicidad. Pero también hay consecuencias para los pequeños que me inquietan. Los abuelos, en el fondo, eran ese abrazo sin preguntas cuando fallaban otros asideros, una chocolatina a escondidas o un Benito Pérez Galdós arrugado y furtivo que te salvaba la semana. Eran maleducadores (necesarios) por excelencia. Por eso ahora, este exceso de responsabilidad puede hacer que pasen a ser unos segundos padres (cuando no primeros) y tengan que asumir de nuevo el papel de educador, impidiendo así que ejerzan su tradicional contrapeso de consentimiento. Es la consecuencia triste de este ritmo de vida y de una sociedad (ya lo hemos hablado) que no ha sabido adaptarse de otro modo a la lógica incorporación masiva de la mujer al mercado laboral.
Los abuelos lo llevan todo con una sonrisa y la entrega, pese a que su vida social es mucho más activa que la de los nuestros, no tiene concesiones. Los padres nos vemos obligados a hacer malabarismos con los horarios y las vacaciones, para intentar depender lo mínimo posible de ellos y ellos esperan pacientemente el nuevo cuadrante. Llevan, traen a los niños de la escuela, la merieda, cuando no la cena y hasta el baño y el sueño. Es cierto que por el otro lado estamos los padres que ya quisieramos poder asumir todas las responsabilidades. Así que no nos queda otra cosa que agradecerles tanto esfuerzo, comprender que para el bien de ellos y de nuestros hijos tienen que seguir siendo abuelos, con chocolatinas, abrazos, besos y pocas reprimendas y esperar que no se pongan jamás en huelga.