1 de marzo de 2010

EN UN SEGUNDO

Inconscientemente, o eso cree, la mano ha caído entre la botonadura de su camisa. El dedo índice, juguetón, se ha adentrado en el territorio entre la carne del pecho y el sujetador de encaje. Tan incisivo y juguetón que ha llegado hasta el pezón, sorprendentemente despierto, pese a sopor de la tarde. No ha podido evitar suspirar al sentir su propia mano acariciar su piel y se ha rendido ante la evidencia. Quizá no sea el momento, quizá no sea el lugar, pero está excitada, brutalmente excitada. Levanta la pierna agradeciéndole a la moda y el verano las tibias faldas que esconden con la misma eficacia que ofrecen, y comienza a acariciarse por encima de la tenue tela de su tanga recién comprado. Buena forma de estrenarte, cariño, sonríe mientras su mano recibe la humedad del coño, encantado del reciente protagonismo. Tal es la humedad que no necesita siquiera entrar en contacto con su propia piel para sentirse con toda rotundidad. La palma de una mano incide en los labios mientras que la otra se concentra en el clítoris. Piensa en el encuentro de anoche en el ascensor, el joven desconocido. Se imagina que tras esa sonrisa forzada hubiera en él el mismo deseo que ella escondió en el pudor de su gesto. Hoy, en cambio, ambos no tienen tiempo para formulismos y se lanzan a un beso arriesgado y violento. Siente el aliento a fumador, y no le importa. La polla, dura como una piedra, en su cintura, tentación imposible, se arrodilla y se la mete en la boca. Sabe bien, muy bien, y es grande, enorme, interminable y dura como una roca. Ella se levanta la falda, que curiosamente es la misma que hoy, y se da la vuelta ofreciéndose. El la coge de la cintura y la penetra con suma facilidad, pero con mucha fuerza, tanta que ella tiene que apoyar las manos para no terminar con el rostro aplastado contra las paredes del ascensor. Las embestidas son salvajes, y ella siente como el fuego la parte por la mitad. El orgasmo no tarda en rondarles las espaldas y las nucas, y poco importa el piso en el que pudieran estar. Ella se corre primero y él no tiene tiempo de hacerlo, un incómodo e insistente pitido, infernalmente rítmico, la devuelve al mundo. Todavía jadeante se da cuenta de donde está, y la polla dura, su dueño y el ascensor han desaparecido absorbidos por la realidad. Mira por el espejo retrovisor y ve los gestos de enfado del conductor que esperaba tras ella en el semáforo. Recompone su figura y sin poder evitar una sonrisa, hace rugir su motor y desaparece entre el asfalto ardiente.

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