NOTA: Bueno, pues aquí estamos. No ha tenido el éxito ni el seguimiento que hubiera querido (la culpa es, sin duda, de la calidad de la novela) pero ahí va, el último capítulo de mi novela. Con que haya una sola persona que se los leyera todos estaría más que contento.
Le duele la cabeza. Mucho. Es un dolor intenso que nace en las fosas nasales, se expande como una goma elástica hasta los tímpanos y muere en la nuca. Está aturdido. Intenta abrir los ojos pero le escuecen tanto que es incapaz de separar los párpados. Dos enormes lágrimas surcan su mejilla. Por algún misterio que desconoce desaparecen a la altura de los labios y vuelven a aparecer, con su cosquilleo devenir, camino de la barbilla. Después se concentran un breve instante, como dos coordinados trapecistas, y se lanzan al vacío. Le cuesta evidenciar su propio cuerpo y, sin embargo, como si fuera una burla, ha sentido con claridad el suicidio salado. Intenta traducir sus sensaciones, partiendo de evidencias tan confusas e inquietantes como el escozor en los ojos o esa extraña imposibilidad para llenar los pulmones por la boca. Vamos a ver, las manos a la espalda. ¿Por qué?, ni idea, están ahí, las noto, puedo cruzar los dedos. Estoy abrazando algo metálico, que de algún modo está entre mis brazos y yo mismo. Tengo una mano sobre la otra, y no quiero, pero tampoco puedo evitarlo, así que algo ajeno me obliga. Lo puedo tocar con los dedos, es pegajoso, plástico, muy duro, porque estiro y no cede. ¡Es cinta!, una gruesa cinta adhesiva. Y en los pies me pasa lo mismo. ¿Qué cojones ocurre?. Los tobillos los tengo presos a algo también metálico. Noto el suelo, es rugoso, pero no es arena, demasiado duro, tal vez cemento poco refinado y sucio. Sí, eso debe de ser, hormigón o cemento lleno de polvo y arena. Y estoy descalzo, claro, sino no notaría todo esto. También tengo cinta en los tobillos, pero puedo moverlos más, no debe de estar tan tenso. Voy a girarme. No puedo, y no es por las manos, ni tampoco puedo ir hacia adelante, algo me oprime el pecho. No es cinta, es algo parecido a una cuerda, sí, no demasiado gruesa, tampoco bien apretada, puedo respirar. Me ata a algo, probablemente a lo mismo que me atan los brazos. Y las piernas dobladas, así que estoy sentado, noto el peso de mi cuerpo, sí, estoy sentado, no hay duda. No puedo levantar las piernas, están atadas. Joder, ¿estaré soñando?, me da la impresión de que alguien me ha atado a una puta silla metálica. Intenta abrir los ojos una vez más y de nuevo la realidad blancuzca e irritante le impide mantenerlos abiertos. Saca la lengua y tropieza contra sus dientes, después contra los labios y una tercera vez contra algo pegajoso y firme. Quiere gritar, pero ese algo pegajoso le impide emitir sonidos coherentes. Abre de nuevo los ojos, con más tenacidad, resistiendo las lágrimas y la irritación, hasta que el mundo va tomando forma. Primero un espacio cerrado de enormes cristaleras y techos altos. Luz artificial, dentro y fuera. Una silueta, primero muy difusa, después, paulatinamente clara, ser humano, sentado, mujer, conocida, querida...¡Dios!, es Sofía. Intenta de nuevo gritar, presa del pánico, olvidando que su capacidad de habla está cercenada. Se revuelve en la silla, fuerza las manos hasta que el dolor le impide intentarlo de nuevo. Hace lo mismo con los tobillos, sintiendo la sangre brotar por un lateral del pie. Sofía no deja de mirar, pero parece como si no lo viera, con los ojos en la nada no mueve un músculo de su rostro. En el forcejeo ha sentido sobre sus carnes con demasiada claridad el roce de las ataduras. Se mira a si mismo y, desconcertado, descubre que está completamente desnudo, de los pies a la cabeza, que lo único que cubre su cuerpo, a parte de las cintas adhesivas, son las cuerdas, rugosas y finas, que ciñen su tronco y sus piernas a una silla. Ella está igualmente atada y amordazada, pero vestida. Escucha una voz, parece lejana, de ultratumba, como si un muerto se hubiera cansado de su destino y se estuviera revelando, allí mismo, por medio de la oratoria. Menos mal que ya estáis de vuelta, pensaba que me había excedido en la dosis y os tenía que dejar aquí, muertos; tampoco sería una gran pérdida para la humanidad, pero, oye, me gustaría tener algo más que ver en vuestro destino. Sofía le dedica una par de miradas aparentemente neutras. La había visto mientras Adrián intentaba volver a la realidad, la misma en la que ella llevaba algún tiempo instalada. Él se esfuerza por centrar las palabras y situarlas en un entorno, concentrarse en su procedencia, el tono, el timbre, las querencias de las sílabas. Analiza toda esa información y la adjunta a lo que va llegando al cerebro por el irritado camino de las pupilas. Algo falla, se dice, esto es un sueño, una puta pesadilla, me tengo que despertar, cojones. Pero no, es tan real como el miedo o las cuerdas que los atan a ambos. Sí, cariño, soy yo. Siempre tuvo una extraña capacidad para adivinar sus pensamientos. Está sentada sobre una especie de mostrador. Lleva una camiseta de rugby, esa que parece seleccionar para los grandes momentos. Sabe que Adrián se ha fijado en la prenda. Claro, cariño, ¿qué otra ropa podía elegir?, ésta es la camiseta de nuestro primer encuentro. Ahora se dirige a Sofía, que acaba de sentir la más extraña de las punzadas en su corazón. ¿Celos?, ¿ahora?, se pregunta asustada y dolida. Dos miedos al dolor pues, el del alma y el del cuerpo, que confluyen caóticos en su interior. No me digas que tu hombrecito no te ha hablado de mí, es que es un poco despistado. Incomprensiblemente hay más dolor en el alma que en el cuerpo. María, mientras tanto, entre palabra y palabra lanza un sonoro mordisco a una enorme manzana. Todo está estudiado, está haciendo su papel, el papel de su vida, el que llevaba dormitando décadas y por obra y gracia del desprecio de Adrián ha salido del armario, liberando el odio dormido. Ahora va a enterarse el destino de lo que me ha hecho, parece decirse en cada mordisco. Se pone en pie y se coloca entre ellos. La verdad es que no tenéis muy buen aspecto, no señor, con lo atractivos que sois los dos, ahora mismo no tenéis buena pinta, ¿es que no habéis dormido nada?, ay madre, no se puede estar todo el día follando, ¿o contigo hace el amor, princesita?, te lo he dicho muchas veces, Adrián, lo mejor es uno largo, no cuatro o cinco seguidos, que te desgastas, acuérdate del Tantra, hombre, ¿a qué sí, enfermerita?. Con María de pie, Adrián adivina un brillo metálico y familiar, que intuye cargado de rabia y balas. No hace mucho tuvo a un metro de sus ojos ese mismo cañón. Aquella vez sintió mucho miedo, pero era dueño de la situación y actuó con certeza y valentía. Ahora, atado, y sobre todo presa también Sofía, una bola inmensa de pánico se instala irremediablemente en su estómago. María continúa su actuación, su sorprendente metamorfosis de larva sensual de mujer a mantis religiosa henchida de odio. Encima estáis en el cine y no se os ocurre otra cosa que subir a los servicios para echar un triste polvo, ¿es que no tenéis tiempo en casa?, ¿eh?. Ahora se acerca a Sofía, que aparta la mirada. Claro, en parte te entiendo, teniendo un amante como él, ¿verdad, zorrita?, apetece siempre. Adrián quisiera gritar, pero el aire muere en los labios clausurados sin dar forma a palabra alguna. María ha cogido el rostro de Sofía para evitar que desvíe la mirada y eso demanda más aire, más sangre, más latidos. ¿Sabe tu padre que vas follando en los servicios públicos?, al doctor no le gustaría ¿verdad?. Está bordando el papel. ¿Y tu madre?. Ahora se lleva las manos a las mejillas en tono de burla. Tu madre lo llevaría fatal, su niña ha cambiado la parroquia por un mundo lleno de pollas chorreantes, porque una vez que se empieza, cariño, ya lo verás, no hay forma de dejarlo, has empezado con la suya, pero dentro de poco suspirarás por cualquiera, porque conozco a las zorritas tímidas como tú, luego sois las peores, las más putas, las más guarras, que hacen cualquier cosa en total de que les coman el coño. Ahora lo mira a él con una sonrisa incompleta. Si te digo la verdad, Adrián, la chica está bastante bien, en eso no tengo nada que objetar, no te has ido con una guarra fea y chocha. Tira lo que le queda de manzana con desprecio, se ajusta en la parte trasera del pantalón la pistola y se coloca tras ella, agarrando bruscamente sus pechos. Los amasa y desabotona la camisa para poder sacar la carne por encima del sujetador. Sofía no puede hacer nada, paralizada por las ataduras y el terror, y deja que la mirada se pierda por encima de Adrián, allá por donde la luz entra. Lo que le está ocurriendo, en realidad, dentro de su cabeza, le ocurre a otra a millones de kilómetros de ésta fábrica abandonada. Él quisiera levantarse y reventar esa cabeza color fuego. Intenta zafarse de las ataduras, pero lo único que consigue es dañar su carne y sus esperanzas. Además, una incomprensible, incómoda y poco apropiada erección lo ha dejado completamente inmovilizado. ¿Qué coño es esto?. Se pregunta. No es más que sangre, que por la tensión se concentra en un punto determinado, le diría un experto. Pero no hay lucidez para explicaciones científicas y su propia erección se le muestra como una ironía de muy mal gusto. María vuelve al ataque. ¿Ves?, le dice al oído a Sofía, después de deslizar la lengua por él y sin dejar de acariciar sus pechos, es un animal, se excita con cualquier cosa, ahora daría la pierna derecha porque te desatará y nos comiéramos, todos los hombres anhelan la idea de ver dos cuerpos de mujer entregados y sudorosos. Adrián no siente placer alguno. Por su cerebro no circula más que odio. Lo último que le resultaría erótico sería ver a Sofía sobada por esas neuróticas manos. Pero por los caprichos del riego sanguíneo la erección no solo no cede sino que duplica su terquedad. ¿No lo ves?, se está poniendo cachondo, le gusta ver como te toco las tetas, seguro que si sacáramos la lengua y nos lanzáramos maldeciría las ataduras que no le permiten hacerse una paja. La suelta de golpe y se pone en pie. Pero no hemos venido a eso, ¿verdad?, y mira que me ha gustado lo de tus tetas, es una lástima que nos hayamos conocido en estas, digamos, trágicas circunstancias, pero es que tengo algo que preguntarte, y es importante. Hay un silencio absurdo. Te gusta este muchacho, ¿verdad?. Se ha colocado de nuevo entre ambos. Adrián, que está intentando recuperar la serenidad, baraja las posibilidades. Sobre lo que va a ocurrir y como poder evitarlo. Las manos las tiene bien sujetas, el cuerpo también, tan solo los pies parecen no haber recibido la debida atención. Con mucha cautela los cruza, aguantando el dolor. No parecen muy efectivos sus esfuerzos, aun así pocas cosas más puede hacer, aparte de esperar y eso, sin duda, pinta mucho peor. María continúa su monólogo. Entiendo que te guste, es atractivo y, sobre todo, que es por donde te tiene enganchada, crees que es cosa del corazón pero es por el coño por donde te tiene atrapada, es el mejor amante del mundo; y sería genial, hubierais hecho una pareja de esas de cine, escupe la última palabra, de no haber un pequeño problema desde el principio, y es que, zorrita, este hombre es de mi propiedad. Sonríe como si hubiera dejado sobre el tapete la carta ganadora. Ya sé que no lo sabías, pero ¿cómo se dice en derecho?, el desconocimiento de la ley no te exime del delito, bonita, así que la has cagado, tu coñito de ex parroquiana te ha perdido. Sigue frente a ambos. Y, claro, pensarás que estoy loca, no, si esta tía está de la puta cabeza. Recupera de los pantalones la pistola y se apunta grotescamente a la sien. Pero no, una loca no lo hubiera planificado con paciencia y meticulosidad, ni sabría tanto de vosotros, ¿te ha dicho que se gana la vida corriéndose en chochos viejos?, no, claro, eso el novio perfecto no te lo ha contado, te habrá dicho que trabaja en una multinacional. ¡Mentira!, grita con rabia, era un puto y desgraciado becario, y encima lo ha dejado, ¿qué te parece?, porque, claro, el sueldo que le dan las viejas es mucho mejor, y sobre todo el trabajo, que no es lo mismo hacer fotocopias que echar un polvo. Se ha ido desplazando y ya está junto a Adrián. Tal vez piensas que lo hago por hacerte daño, por rabia, o por celos, sin más, y no es verdad, no te des tanta importancia, además, no me has hecho nada conscientemente, y bueno, hasta podría perdonártelo, es una lástima que no vayamos a tener tiempo para saberlo, porque solo nos queda tiempo para una cosita más, un regalo si lo quieres ver así, te voy a demostrar como éste que tú adoras, por el que tus huesos se hacen leche, es un animal, un ser nacido para follar, y para follar conmigo, solo conmigo. Apoya sus argumentos golpeándose el pecho con la pistola. Adrián continúa con sus tobillos, forzando, estirando, girando ajeno al dolor. ¿Ves? Sofía, sigue cachondo, sigue pensando con la polla. Señala la entrepierna con la pistola y Adrián cierra los ojos esperando lo peor. O lo mejor, su cerebro no se decide. Esperanza frente a paz. Mientras tanto, pese al miedo que lo atenaza, pese a la presencia de Sofía, absorta en su propio desconcierto, la erección prosigue su irónico discurso. María, soltando la pistola lo imprescindible, se quita la camiseta. No lleva sujetador y se da la vuelta para que Sofía vea sus pechos. No tengo tu edad, las mías no están tan firmes, se las acaricia, pero no está mal, ¿verdad?. Los mira estudiando el terror en sus ojos. Además, a él le encantan, ¿verdad, cariño?, y ¿sabes una cosa que le encantaba?, correrse en ellas. Cierra los ojos fingiendo deleitarse en el recuerdo. ¿Te ha llenado alguna vez las tetas de leche?, no, tú no haces esas cosas, son una guarrada, ¿verdad?; estas niñas, Adrián, que no saben lo que es bueno, que son unas timoratas. Se va acercando a él lentamente. La experiencia le dice que no va a sacar nada bueno de la creciente proximidad. Mira, princesa. Cuando ya está a su altura, le pasa el pecho por la cara. Adrián aparta la cabeza, enfurecido y muerto de miedo. Ahora no quiere, pero siempre me las ha comido con paciencia, porque el muchacho nunca tiene prisa. Vuelve a sonreír, mientras Sofía, por primera vez, se percata de la erección de Adrian. Siente una inmensa arcada instalarse en el estómago y un profundo mareo que la obliga a cerrar los ojos un instante. María prosigue. Pero como todos los tíos, hay una cosa que les gusta por encima de las demás. Se arrodilla, girándose una última vez, comprobando que Sofía, mirando pero sin ver o viendo pero sin mirar, tiene los ojos fijos en ella y en Adrián, que ruega al Dios olvidado que acabe esta locura. Arrodillada como está se mete la polla en la boca, con violencia, sin preocuparse si los dientes participan en exceso de la fiesta. Sofía quisiera no mirar. Hija de puta, ¿qué estás haciendo?, ¿déjalo en paz?, aguanta cariño, ¿qué locura es ésta?, Dios, padre nuestro que estás en los cielos, perdona mis pecados, perdona si me he apartado del camino, perdona si te he fallado, la carne es débil, Adrian, ¿por qué no me hablaste de ella?, ¿quién es esta loca?, ¿qué le has hecho?, ¿qué saca con esto?, me duele el corazón, no puedo respirar, no me gusta, no me gusta, Dios ayúdame, me mareo, aguanta Adrian, no te preocupes, todo saldrá bien, ¡déjalo, hija de puta!, resiste, no goces, piensa en mí, ¿o estás gozando?, no te corras, no te corras, por favor, no podría resistirlo, pero Dios, aleja esta locura de mi cabeza, por favor, por lo que más quieras, ¿por qué me miras así, cariño?, no reconozco tus ojos, ¿es placer lo que veo?, pobre ¿cómo puede estar gozando?, si él no quiere, no quiere, o a lo mejor lo tenían preparado, es su venganza, estaba erecto antes de que la loca se pusiera a trabajar, ¿cómo te podía excitar verme aquí?, ¿qué clase de venganza es ésta?, ¿por qué?, no quiero pensar tonterías, son tonterías, nunca me harías algo así, ¿verdad?, quiero que acabe esto, quiero volver a casa, sentarme en el sofá, dormir, me duele, me duele mucho, por favor, por favor, déjanos en paz. Adrián también siente dolor por dentro, y también en la mundanal carne, porque María está siendo poco cuidadosa. Intenta olvidar toda sensación y no sus ojos de Sofía. Mi vida, mírame, no significa nada, esta locura no tiene sentido, déjala, dame tiempo, lo solucionaré, mírame, mi corazón está contigo, y mi mente, la carne no nos importa. Siente que su cuerpo se prepara para el orgasmo, un orgasmo extraño, como si dentro de él se hubiera una guerra civil con tres bandos. Uno que intenta en vano hacerle llegar a Sofía que la adora, que es la mujer de su vida, que sí, que la quiere, sin miedos, sin miramientos, y que matará a la zorra que está arrodillada. Otra que se concentra en neutralizar las sensaciones bruscas, y anacrónicamente placenteras, que le van llegando. Y una tercera que canaliza esas sensaciones, inesperadamente aliada con el enemigo, para lograr su objetivo, el orgasmo. Es una lucha encarnizada. Y son las traidoras las que parecen avanzar con mayor firmeza. Cariño, mírame, mírame, esto no significa nada. Sofía siente una enorme presión en el pecho, le cuesta respirar y se disparan en su interior millones de sensaciones. Dios, ¿por qué siento este dolor en el estómago?, quiero vomitar, quiero gritar, quiero matarla, zorra, suéltalo, no vas a sentir un orgasmo, mi vida, ¿verdad?, no lo hagas cariño, por favor, no lo hagas, no lo hagas, no lo puedo resistir, me voy a volver loca, Dios, perdóname, no volveré a pecar, seré la más predilecta de tus siervas, pero ayúdame, ayúdame, por favor, mátala. Está agotada. Asfixiada. Mareada. Mientras tanto, María sigue chupando, siente cada lametazo, cada inserción y nueva salida como un peldaño más de la escalera de su venganza. Adrián no quiere correrse, lucha, las dos partes concentradas en su polla dirimen una batalla que se proyecta hacia el cerebro. Al final, vence quien tenía que vencer, y dos tristes dentelladas apenas si llenan los labios de María, que las recibe como si hubiera llegado a la cima, feliz. Adrián vuelve a los pies. Ahora nota que el izquierdo se ha sobrepuesto sobre el derecho, todavía quedan esperanzas, cariño, le dice con los ojos, no ha pasado nada, no ha pasado nada. Sofía llora. Y no sabe por qué, pero el intenso dolor que ha sustituido a las nauseas la obliga a apretar los dientes. ¿Por qué lo has hecho, amor mío, por qué? Quisiera morirse, allí mismo, arrancar sus entrañas y esparcirlas por la pared para que el mundo entero sepa de su dolor. María apura hasta la última gota el orgasmo, no quiere que absolutamente nada se pierda, su boca es el destino final. Después se pone en pie y camina victoriosa hacia Sofía, que nota como las lágrimas y el dolor se han fusionado definitivamente con su cuerpo y su alma, formando una única realidad. ¿Por qué te has corrido?, ¿por qué?, te mataré, hija de puta, Dios mío, Adrián, ¿por qué lo has hecho?. María se acerca y saca de la boca el semen para dejarlo sobre su mano. Mira, zorra, esto es lo que le provoco yo. Adrián gira una vez más el tobillo, le duele mucho, pero apenas queda una tira diminuta de cinta, muy dura, enrollada sobre sí misma. ¿Crees que es tu hombre?, ¿qué esto es tuyo?, le grita María a dos centímetros del rostro. Adrián ha logrado romper por fin las ataduras de sus pies e intenta incorporarse de algún modo. Pues si es tuyo, ¡tómalo!. Restriega el semen por el rostro de Sofía, que permanece inmóvil, incapaz de accionar un solo músculo. María se ensaña, y si Sofía se sobrepusiera al dolor de sus entrañas, ese de tan dentro, se daría cuenta de que está haciéndole sangrar las mejillas. Adrián logra la verticalidad y, antes de lanzarse, se cerciora de que podrá, de que no fallará, porque María ha vuelto a coger la pistola y un error acabaría con sus vidas. Se lanza con decisión, como haría un jugador de rugby, gritando, loco de ira, aunque nadie pueda oírlo. Apenas es capaz de mover las piernas, pero su desesperación es tal, que podría levitar con tal de llegar hasta ella y apartarla, para siempre, de la vida de su princesa. María levanta la vista y no cree lo que ve, había atado y cintado ese cuerpo que ahora se le echa encima. No tiene tiempo de reaccionar, cuando quiere darse cuenta de que, en realidad, ella lleva ventaja por la plena movilidad y la pistola, el cuerpo encogido de Adrián colisiona contra ella, lanzándolos a los dos al suelo. El golpe contra él es brutal y la deja un instante sin respiración. Nota la evidencia del peso, ese peso tan familiar que ahora le resulta grotesco y peligroso. Aprieta la pistola con mucha fuerza, decidida, pero Adrián levanta la cabeza con más energía, forzando el cuello hasta el límite y se lanza brutalmente contra sus narices. El golpe seco resuena como un disparo en el silencio de la nave, doble, porque la cabeza ha rebotado contra el suelo. María nota primero una espesa niebla y después, antes de perder la consciencia, un líquido caliente que le sale de las fosas nasales y se funde con las lágrimas. Adrián gira sobre si mismo y rodando busca una pared, para con la cabeza, o con los dientes si es necesario, lograr otra vez la verticalidad. Le duele todo el cuerpo, la caída ha mellado su piel desnuda, pero apenas presta atención a detalles sin importancia, puede mucho más el miedo. Sofía sigue con la mirada perdida, el rostro empapado del semen frío y desconocido, nada que ver con ese líquido maravilloso y cálido que la hizo cambiar su forma de ver la vida. No es consciente de lo que ocurre, de que María está en el suelo o de que él se esfuerza por llegar a su lado. Sigue fagocitando su odio. Adrián logra ponerse en pie y se acerca a ella. Ni tan siquiera la cercanía de Adrián la rescata de su ensoñación. Sofía, mi vida, ayúdame, parece decirle con los ojos bien abiertos. De espaldas, con la movilidad que le quedan a sus dedos, intenta quitarle la cinta de la boca a su princesa. Ella no ayuda, absorta como está en sus propios delirios. ¿Por qué lo has hecho, Adrián, por qué lo has hecho?, ¿por qué a nosotros?, dime ¿por qué a nosotros?. Al fin, con dolor en los pies por alzarse hasta la boca, logra quitarle la cinta. María sigue inconsciente, la pistola todavía en la mano, asida con fuerza. Sofía, quítame la cinta de las manos, vamos, quítame la cinta con la boca, sigue diciéndole en silencio. Aunque no reacciona plenamente, si que una parte de su cerebro esté volviendo a la vida y es el que hace que incline la cabeza para desasir las manos. Así, cariño, así, sonríe Adrián tras la cinta que todavía lo amordaza. Se desata por completo y, sin percatarse del aire ausente de Sofía, hace lo mismo con ella. Está desnudo, pero no le preocupa lo más mínimo. El tiempo parece detenerse y todo ocurre a mitad de velocidad. Vamos, cariño. Le resulta tan extraña su propia voz como el tiempo relentizado. Hay que salir de aquí ahora mismo. Sofía sigue sin decir nada, con la mirada al frente, a lo lejos, en un mundo desconocido y oscuro. ¿Por qué, Adrián?. En el camino encuentran una sucia manta que se echan por encima. La tiene abrazada y necesita empujarla para que un pie tras otro siga caminando. De golpe, como si una extraña fuerza la obligara, se detiene y ya no logra ponerla en marcha. ¿Qué pasa mi vida?, ¿qué te ocurre?. Si no fueran esos ojos los mismos sobre los que se mece desde hace meses su felicidad, diría que no ha visto tanto odio concentrado en unos párpados. Lo entiende, siente algo parecido arrastrar su alma a profundidades desconocidas, pero el miedo y la cordura lo fuerzan a buscar la salida. Espérame aquí. Es lo primero que escucha de Sofía, y con tanta seguridad, con tanta decisión, que lo deja de una pieza, quieto, acurrucado en la polvorienta manta. Ha sonado a orden y no encaja, es tan raro que a su cerebro le cuesta construir una realidad y buscar respuestas. Deberían estar saliendo, huyendo a toda velocidad y no es capaz de darse cuenta del peligro. Imagina que vuelve a por algo, el bolso, las llaves del coche, ¿la felicidad?, sin percatarse de que atrás, al otro lado del muro, está María, inconsciente pero todavía armada. ¡Dios!. Cuando evidencia el peligro intenta ponerse en marcha, correr, pero algo lo detiene. Un sonido seco, rotundo, definitivo, que el eco de la vieja fábrica repite varias veces, convirtiéndolo en un estruendo espantoso. Sus rodillas flaquean, le falta el aire, sus pulmones buscan aire, saliéndose del pecho si es necesario. No puede elaborar un pensamiento coherente, o tal vez no quiera. El corazón late con fuerza, un dolor con cada latido, más y más intenso en cada nuevo tic-tac. Se escuchan unos pasos. Intenta pensar y sigue sin lograrlo, no puede emitir órdenes, su cerebro se ha colapsado. Aparece entonces una silueta. Porta un arma todavía humeante. Lo que queda activo de su cerebro tarda en ordenar las facciones, el andar, la línea del rostro, el color del pelo, de los ojos, y por fin, cuando obtiene respuesta, dejando atrás la manta, desnudo, se lanza a por ella. Entonces sí, sin tiempo para pensar los dos se funden en un abrazo y llora. Ella sigue en silencio, la mirada perdida, la pistola en la mano. Sofía, mi vida, lo siento, lo siento...