7 de julio de 2007

GIGOLO; Capítulo sexto. Soñar contigo


Es lo bueno de las guardias nocturnas. Llega a casa y no hay nadie. Queda en el aire, como preso en los objetos, la evidencia del acelerado adiós de todos. Son las cosas de una familia numerosa, nada hay en su sitio cuando la casa descansa. Un zapato por ahí, una camiseta por allá, un pijama mal guardado en algún cajón. La cocina repleta de cazos con la leche aun humeante. Está muy cansada, y sobre todo confusa. Ha sido una noche larga, la más larga, y al tiempo fascinante, cargada de emociones. Desde que a primera hora llegara Susana, y con ella la inquietante silueta de Adrián, han pasado tantas cosas en su cerebro, en su corazón y en su cuerpo, que le da la impresión de que hubo una Sofía antes y habrá una después de esta noche. Normalmente desayuna mientras ve un telediario y deja la cocina medianamente colocada, porque odia el desorden. Pero está muy cansada, la cabeza le da vueltas como si en lugar de una noche de guardia viniera de una discoteca, tiene hasta el zumbido en los oídos. Y el nerviosismo, instalado en el estómago. Es una sensación parecida a la ansiedad, que nace de dentro y como un árbol de nervios muere en la garganta. Tampoco se va a duchar, aunque es lo que más le apetecería, romper el recuerdo de la noche con el agua fría sobre su nuca. No puede, no se plantea ninguna otra cosa que no sea dejarse caer en la cama y tener la esperanza de que el sueño la venza cuanto antes. La familiaridad de su habitación ayuda a que se sienta en casa, el póster del payaso, dando la bienvenida, las fotos de bebés disfrazados de flores, dentro de maceta, sentados en unas botas militares, todos ellos inocentes y dormidos. El beso de Disneau junto a la ventana. Se desnuda. En su casa siempre hace calor y tiene pereza, así que se olvida del pijama y así se acuesta, con unas simples braguitas blancas, en absoluto sexys, se ríe frente al espejo, menos mal que una no va con intención de desnudarse delante de nadie, sino que vergüenza. No es un buen pensamiento, ni rentable si lo que busca es el sueño, porque se ha encontrado de frente con Adrián. Vaya, maldice, otra vez. Y es que toda la noche ha estado luchando contra su imagen. El eco de su presencia repetido una y otra vez por su cerebro, incontrolado e insensible. Baja la persiana con la esperanza de que ese eco salga en busca de la luz del día. Por milagro de la mecánica se hace la noche en su habitación y apenas entra ruido, por lo que siente como todo su cuerpo parece resignado a dormir. Se tumba boca arriba y con los ojos abiertos ve una silueta en el techo. No se asusta, son las reminiscencias de lo visto que, también como un eco, se repiten en su cerebro. No es nada que realmente esté ahí. Es una silueta clara, meridiana, apenas conocida, pero familiar a un tiempo, entre cercana e inquietante. Te vas a instalar muy dentro de mí, ¿verdad?. Se conoce, no es una persona enamoradiza, ni mucho menos, pero cuando cae en algo suele hacerlo con todo el equipo. Aun así es bastante parca en sentimientos bilaterales con intercambio de fluidos, así los define su amiga Cristina. Ligues, dicen otras, rolletes, las más divertidas, polvos de una noche las que no tienen pelos en la lengua, o sí, pero no siempre suyos. Tú lo que necesitas, le ha escuchado decir cien veces, es un tipo que te haga sufrir un poquito, que te agarre el corazón y se instale entre tus piernas y acabe con esa absurda tradición de la virginidad. No tiene sentido explicarle a Cristina que ella no piensa en el matrimonio como meta, ni mucho menos, tan solo en encontrar el hombre adecuado, que la haga sentir única, el hombre con el que no le quepa la menor duda debe entregar su tesoro. La virginidad, hija mía, es el mayor tesoro de una mujer y hay que tener mucho cuidado, porque no te lo pueden devolver, no es de ida y vuelta, como un anillo, el día que te entregues, en el fondo, lo habrás hecho para siempre, así que has de elegir muy seriamente con quien. Menuda responsabilidad, ha pensado siempre. Mira, intentaba serenarla Cristina, si es una cuestión física, yo la perdí en ballet con siete años, porque himen, lo que se dice himen, no tenía; y si es una cuestión moral, ¿por qué la penetración?, ¿no has perdido la virginidad con tu novio cuando se la chupaste o cuando él te masturbó?. Eh, que sólo fue una vez y se puso muy pesado, habíamos bebido mucho, nunca dije que me gustara. Cristina es así, directa, franca. Vamos, a todas nos gusta, ¿te crees que nadie lo hace?, hasta tu madre. Anda, no digas tonterías. Nunca ha encontrado la paciencia suficiente para explicar sus razones, y en el fondo, si tuviera la sangre fría para mirar en su interior, se daría cuenta de que no hay tales razones, sino el ineludible peso de la tradición. Su madre es la persona más conservadora que conoce y eso ha marcado su vida. Religiosa, de las que traen al mundo los hijos que Dios quiera, de misa de domingo y ayudas sociales para calmar la conciencia. Las mujeres pueden ser malignas, ejercen sobre el hombre una atracción fatal que debes controlar, una minifalda, un escote innecesario y puedes romper algo tan sagrado como una familia, como un matrimonio, ¿quieres cargar con eso sobre tu conciencia?. Así ha sido toda la vida. Ella intenta vivir en su tiempo, adaptarse a la forma de ver la vida que demanda ese tiempo que le ha tocado, pero no logra acabar con el lastre de décadas de educación que jamás, quizá ahí está la clave, se molestó en cuestionar. Son pensamientos demasiado profundos que la ayudan a olvidar la silueta de Adrián, sonriente, cautivador, en el techo despedida por su retina insensata e insensible con su cansancio. No sé por qué me preocupo tanto. Se da la vuelta y se abraza a la almohada. El aroma de su propio cuerpo impregnado en ella serenan su alma. El tranquilizante de lo cotidiano. Recuerda ahora un artículo sobre eso, sobre el miedo de los seres humanos a lo distinto. Y Adrián, otra vez Adrián, que se presenta. ¿Cómo puedo haber fijado en un tipo como él?. Aunque esta mañana, cuando ha venido trajeado, a desayunar, preocupado, con mala cara, que dice que no ha dormido en toda la noche, estaba guapo, bueno, y por la noche más, ¿a quién pretendo engañar?, eso es lo que me fastidia, bueno, mejor que por una vez se fastidie mi madre, porque es tan guapo que casi dan ganas de odiarlo, es de esos tipos que se odian igual que se aman, supongo yo. Está inmersa en una duermevela repleta de pensamientos confusos e inconexos, absurdos algunos, sobre todo si se analizan desde el hilo conductor, que no hay. Va dando bandazos de un razonamiento a otro, sin saber el camino, en todos un recuerdo, un simple detalle aunque sea le recuerda a Adrián. Es la figura que siempre se repite. Siente mucho calor. Por todo el cuerpo, pero especialmente en la espalda. Alguna vez ha sentido ese calor. Casi siempre, en esos azarosos momentos, encontraba el camino para aliviarlo, alejar la tentación. En cambio ahora las sensaciones son poderosamente confusas, no hay fuerzas para la razón. Nada en su cuerpo, ni en su mente encuentra el momento de analizar lo que siente, porque se deja llevar, sin control alguno. Tanto que sin darse cuenta aprisiona su pelvis fuertemente contra el colchón. Abraza también su almohada como a un amante más que como a una simple compañera de sueños. Al tiempo la desliza lentamente, de modo imperceptible para ella misma, hasta situarla entre sus piernas, cada vez con más fuerza, sintiendo en su sexo la dulce presión de la prenda. Gime por primera vez. En su cabeza comienza a construirse una fantasía con sorprendente claridad. Adrián entra en el cuarto de enfermería. Ella está con sus compañeras. Coloca su boca ligeramente entreabierta sobre la almohada y desliza la lengua en un largo beso, juguetón, caliente, sincero. Todas callan cuando la silueta masculina flanquea la puerta. Una silueta altiva, arrogante, apetecible, dolorosamente atractiva. Alguna hace ademán de aprovecharse, de echarle un órdago al destino en forma de coqueta sonrisa. Aprieta nuevamente la pelvis, y otra vez más, antes de que una tercera la arranque otro suspiro. ¿Nos dejáis un instante a solas?. La de la sonrisa se siente decepcionada y tuerce el gesto, todas abandonan la habitación. Adrián cierra la puerta con seguridad. Un momento, intenta corregirlo ella, profesional, no puedes cerrar, este es un espacio común. En el fondo le gusta, y aprieta la pelvis con más fuerza. Se sorprende sumisa, dejándose llevar, feliz de que sea él quien tome las riendas. Se acerca a ella, lentamente, como solo lo haría él. Gime con menos pudor, en la garganta le quema el aire que luego yace en la almohada. ¿No te das cuenta de que no me importa nada?, ni mi prima, mi amigo, ni el mundo, porque solo me importas tú. Así es el Adrián de sus sueños, seguro, directo, certero. Un beso largo. En el sueño lo devuelve Adrián con mucho más calor que la almohada, a la que se aferra con fuerza, todo el cuerpo convulsionado, ayudando al sexo con las manos, presionando en busca del calor, besando, confundiendo el sabor limpio con el que imagina de la boca de Adrián, desprendido de su fantasía con maravillosa certeza. Esa lengua se ha deslizado por el cuello, porque él conoce sus secretos, y activa la pestaña que todo lo desata, abre las compuertas de la presa y el agua del deseo se desborda sin control alguno. La conoce perfectamente, más incluso que ella misma, porque conocía antes que nadie la nueva Sofía que nace hoy, ardiente, sumisa al deseo, olvidadiza de rigores morales. Si fuera capaz de desdoblarse, de observarse asiendo la almohada entre las piernas, lamiéndola, no sería capaz de reconocerse en esa sudorosa joven. Se gira sobre si misma, todavía con los ojos cerrados, dejando que su mente siga el vuelo. La almohada queda relegada a un segundo plano, en un rincón de la cama, todavía impregnada de calor, de humedad. Mientras la prenda queda huérfana de contacto ella comienza a acariciarse. Ni carias caóticas, ni inocentes. Son certeras y directas como nunca. Responden a lo que Adrián regala en su sueño. Dos dedos como una boca, como unos labios, como una lengua, saborean su cuello todavía. Otra mano se desliza por el vientre, sin prisas, hasta ese lugar tan especial, tan olvidado, tan reservado. Ahí no te toques, cariño, eso no es para jugar, habrá oído miles de veces en su infancia. Esa rémora la detiene, ¿un latigazo de su conciencia?. Es breve, un instante de duda, un respiro que dura lo que tarda Adrián en desabotonar el pijama blanco, desnudarla de su tímida camiseta interior y elevarla sobre la mesa. De un manotazo masculino e inesperado aparta las historias clínicas, un paquete de tabaco olvidado, las radiografía del último paciente, doble fractura de tibia y peroné, le recuerda otro ramalazo de su conciencia, ineficaz como el anterior, hay bolígrafos, una revista también, y todo cae al suelo con un estrépito que sirve de salva para celebrar la pérdida de control. Por fin la mano cruza la frontera entre el bien y el mal, entre lo que es un juego despistado, hasta inocente, y lo que es el goce solitario entregado y definitivo. Los dedos, tímidos y al tiempo decididos, surcan la goma de las braguitas y se lanzan con pasión ancestral. Primero reconocen ese entorno maravilloso todavía por conquistar, jugueteando con el bosque que les ha dado la bienvenida. Desnuda a Adrián con lucidez recién llegada, sus negros ropajes de caballero valiente caen al suelo y juega primero con su cuello, después con su pecho, con esos pezones que imagina imberbes, tersos y tensos. Él también juega con los suyos, los muerde, los besa, los amasa con suavidad, con ternura no exenta de pasión. Sofía, jadeante, sin pudor, con una mano entre las piernas, acaricia esos pechos, los dos, respondiendo al itinerario marcado por su sueño. Se acerca incluso uno de ellos hasta poder besar el pezón. Lo lame con desesperación, acompañando a cada lengüetazo con un nuevo gemido agónico. Lo muerde por primera vez y con la punzada de dolor se disparan definitivamente sus sentidos. Revientan al fin por los aires las pocas barreras que quedaban en pie. Años de trabajos maternos dilapidados definitivamente por un mordisco. Esas eran las barreras que le impedían a sus dedos lanzarse a su sexo sin tapujos. Los labios agradecen la entrada en escena con un torrente húmedo y cálido que muere en las sábanas. La sobredosis de oxígeno que llega con los gemidos la provoca ligeros y turbadores mareos que no hacen sino multiplicar todas las sensaciones. Ya no hay barreras, control, límites, y el guión de su sueño se enloquece. Quiero que me comas, quiero que me comas la polla. Es soez, grosero, pero ya no hay nadie para recordarle lo que estaba o no estaba bien, lo que era correcto o no, y la palabra polla en los labios de Adrián, del Adrián de sus sueños, suena a dulce invitación. El contacto con el pene es cálido, tan caliente que teme quemarse las manos. Quítame los pantalones. Ahora es ella quien ordena, y por la prontitud en la respuesta intuye no va a ser la última vez que lo haga. Quiero que empieces por mí. Con la misma presteza Adrián se arrodilla y comienza la danza de besos. La ventaja de un sueño es que nada sale mal, nada falta ni sobra. No había braguitas que se interpusieran entre sus labios y la boca, ni el frío suelo se interpone entre sus deseos. En el mundo real la mano que se deslizaba por el sexo acaricia incisiva y circularmente el clítoris. Tres dedos planos que dibujan el mapa del universo recién descubierto. El ritmo es sereno, distante de sus jadeos, pero no de la lengua de Adrián, el mejor cartógrafo entre sus piernas. Se siente al tiempo sorprendida e invadida cuando un dedo se ha deslizado dentro de su cuerpo. Más que un dedo es un arpón que ha minado su deseo. Entre sus piernas, las reales, las que sudan como el resto de su entregado cuerpo, también ha penetrado ese dedo, igual de insurrecto, igual de certero. ¿O fue antes en las piernas que en el sueño?. Sea como fuere reconoce su propio cuerpo surcado por el dedo inventado, que trasmite órdenes al dedo real, ese que le quema por dentro. Con la palma de la mano no olvida masajear, acariciar el resto de la cueva y sus alrededores, sensitivos como nunca. La cintura también entra en danza, dibujando círculos en el aire, mientras ella, la Sofía del sueño, decide por fin abrir su boca al delirio, a la entrega total. El sabor es confuso, intenso, amargo y agradable. Estaban tan perdidas en la memoria las sensaciones de aquella primera vez que parece serlo ésta, y por eso la goza como tal, entregada a la novedad. Siente que al tiempo que le llena la boca todo su cuerpo se siente repleto, y lo que faltara por llenar se colma con los gemidos que llegan. La lleva dentro con lentitud, muy dentro, hasta donde los dedos en el mundo real consideran está el límite. Se agita, con una mano surcando sus entrañas entre las piernas y otros dedos buscando el límite en su boca en forma de pene lamido y mordisqueado. Sabe que de seguir así el Adrián de sus sueños sentirá un orgasmo, la invadirá con su caldo caliente y desconocido. Pero no le importa, o sí y le gusta, o no le gusta, no lo sabe y eso sí que no le importa, porque los dedos, como el pene de la fantasía, siguen dentro de su boca. Mañana no será capaz de creerse lo que su deseo y su cerebro están regalándole, pero ahora todo es normal, todo es perfecto, todo forma parte de un guión magistralmente enlazado. Nada importa salvo el placer que está sintiendo. En la fantasía, finalmente, Adrián no desea correrse en su boca, sino que quiere follarla, diría tal vez el del mundo real, quiero follarte, pero el de su fantasía le dice que quiere hacerle el amor como nadie antes se lo haya hecho. Ni se molesta en justificar en un sueño, para eso es suyo, y menos en el mundo real, ese en el que tres dedos son un jugoso pene juguetón, que nadie antes ha podido hacerlo mejor o peor. Importan poco esos detalles en el mundo inventado, nacido y alimentado con cada nuevo gemido, donde todo es tan perfecto que se desliza hacia la realidad que cada segundo necesita, y en este segundo ella no es virgen, así que no lo será. Si alguna parte de sus conciencia la coaccionara a pronunciarlo en la ensoñación, está convencida de que como las campanas del cuento esas palabras convertirían su fantasía en una calabaza. Así los dedos volverían a ser dedos y ese es un precio demasiado alto. Hazme el amor, es lo que debes, es lo que deseo. Lo suplica tan alto en sus sueños que la voz llega también al mundo real, mecida por la nana de suspiros. Adrián obedece, deseoso y experto, y entra en ella con suma suavidad, como no podía ser de otro modo. Dentro de ella prende como una antorcha la carne que Adrián entrega, como los dedos en su sexo, fieles a las ensoñaciones. Ahora son gritos y no gemidos, perdida toda cordura, todo control, los que arden en su garganta. Se abraza a él fuertemente, sintiendo el poder del cuerpo en tensión, la agonía del esfuerzo en cada músculo, en cada tendón. La mesa golpea contra la pared, y el sonido es excitante, tum, tum, tum, el ritmo de sus corazones. Fuera deben estar sus compañeras, los médicos, los pacientes, las visitas, ajenos todos al maravilloso drama escrito por el deseo tras esa puerta, con dos seres perfectamente acoplados, como las dos únicas piezas de un puzzle condenado a terminarse por fin. Sentiría un orgasmo, en este instante, en el mundo real y en sus sueños, donde Adrián ha entendido cada envite, cada gesto para darle el ritmo y la presión necesaria a cada embestida. Pero, maravillas de los sueños, Adrián vuelve a estar fuera de su cuerpo, y ella vuelve a pedir que entre, que le haga el amor como nadie se lo ha hecho nunca. Y vuelve a sentir el cuchillo de su pene entrar en la mantequilla de su sexo, y vuelve a gozar y a gemir con la misma ansia. Antes la ha dado la vuelta, puesta en el suelo y agarra sus pechos con fuerza, como si temiera que fuera a escaparse. La nueva postura ofrece maravillas distintas, porque Sofía es a un tiempo la mujer follada y el espectador que todo lo ve, que goza con los dos cuerpos nuevamente acoplados, jadeantes, sometidos a las olas de la pasión. Dos culos que se aprietan y un mástil que se inserta con destreza. Definitivamente no resiste más. Los dedos de los pies se tensan, se estiran, se retuercen, se abren como un abanico para cerrarse como las garras de una animal. Los de las manos multiplican el trabajo y las sensaciones, por todo el cuerpo, casi sin control, un maravilloso desconcierto de pellizcos, caricias y arañazos. En los viejos lugares. Y en aquellos recién descubiertos. Se arquea, llevando la espalda hasta el dolor, hasta el techo, metiendo sus dedos dentro con furia, como nunca lo había hecho jamás. Grita, suspira, gime y se muerde el labio hasta hacerlo sangrar ligeramente. No puede pensar. Los dos han desaparecido del sueño, el sueño mismo se desvanece, sin orgasmo, apremiados por el que sí ha llegado en el mundo real, ese que ha terminado definitivamente con la vieja Sofía, aquella que se negaba a conocerse y a entregarse. Le sorprende la humedad que ha empapado sus piernas y la sábana de un líquido caliente y desconocido. Intenta recuperar los ritmos naturales del corazón, de la respiración y nota el cansancio apoderarse de su cuerpo. Ese proceso de retorno a la normalidad llega acompañado de las primeras sirenas de alarma. Un zumbido lejano todavía, pero familiar. La parte serena que fue cruelmente despedida con la primera fantasía comienza a tomar el control, y es la que ha dado la señal de alarma. Llegan los primeros remordimientos, que todavía tienen que luchar contra algún que otro suspiro sorpresivo. Dios mío, esto no puede ser normal. Pero lo es, se lo dice el corazón, que late al ritmo de siempre, aunque mucho más pleno. La respiración viene igualmente del mismo rincón de siempre y muere al mundo por la boca aunque tenga que llamarlo todavía jadeo. Se siente crecientemente confusa, admite lo que ha ocurrido, se ha masturbado, ha sentido un orgasmo maravilloso y ha imaginado como un hombre apuesto le hacía el amor salvajemente. Admitir que ha gozado supone admitir su fantasía, que no es como otras veces una bruma difusa, imágenes sin más, tal vez de un actor, algo mucho más aséptico y perdonable. Pero no, Adrián es un hombre real, y eso le duele a una parte de ella que retorna. Bueno, no pasa nada, no pasa nada, se dice buscando serenidad, mañana será otro día, ahora a dormir, que falta me hace. Cierra los ojos pero en todo su cuerpo quedan las evidencias de la batalla. También en la memoria, o en la sábana que le sigue regalando la humedad de su propio cuerpo. Aparece un figura sangrante, traída por la conciencia, por la educación de siglos. Tendré que hablar con el padre Ramón, sí, eso será lo mejor, él me entenderá, sabrá que ha ocurrido, que es el cansancio, la guardia, la edad, el tiempo, mi cuerpo. Él sabe que soy una mujer decente, consciente de mi compromiso con Dios, pero Dios lo sabe todo, lo entenderá todo. De pronto le pesa la evidencia de que Dios, que todo lo ve, o eso la enseñaron, ha estado presente en este desenfreno carnal sin precedentes. No cree sus propias palabras, es como si de golpe la verdadera Sofía fuera la que gemía con dos dedos en su coño y no ésta que busca desesperadamente la calma en la penitencia. Mañana será otro día, mañana veré las cosas con mucha más claridad, seguro, no hay mal que dure cien años o que resista a diez horas de sueño. No es la primera vez que me masturbo, Dios me entiende, hasta Cristo fue tentado en el desierto, ¿cómo no voy a caer yo en la tentación?, yo soy carne, y la carne es débil. Adrián es el demonio. Es una idea que le hace gracia. Pobrecillo, el demonio, si no ha hecho nada. No me lo imagino con cuernos, la verdad, y con rabo menos, claro, que en mi sueño lo tenía, y a mi me ha parecido bien que lo tenga, que digo yo que no hubiera sido lo mismo si no lo hubiera tenido ¿no?. Pero, por Dios, a mí ¿qué me importa lo que tenga?. Es desconcertante pensar que me haya gustado tanto, que me imagine un sabor concreto, que no será, seguro, que eso debe de ser un poco asqueroso, que no lo recuerdo y será por algo. ¿Me habré enamorado y por eso me invento algo tan perfecto?. No, no digas tonterías. ¿Mi madre hará esas cosas con mi padre?. Sí, claro, se quieren, ¿cómo no van a hacerlo?, bueno, a lo mejor ellos no, ellos, bueno, ven el sexo distinto a los jóvenes, lo han dicho siempre, que nosotros nos dejamos llevar más por los placeres de la carne, y claro, ahora tengo que darles la razón y mira que me fastidia. Bueno, en la intimidad una puede caer en estas cosas, a lo mejor es el modo más idóneo para no caer ahí fuera, en el mundo real donde hacer lo que yo he hecho tiene consecuencias peligrosas, vaya que si las tiene, y mientras me hacía eso, vamos, tocarme y todo eso, no pensaba en un embarazo, claro, no pegaba, porque lo que importaba era la carne. Madre mía, no digo más que tontería, idioteces, es el sueño, seguro, el sueño que tiene estas cosas. Poco a poco la escasa coherencia de los pensamientos se va diluyendo entre el cansancio, van desapareciendo sin concluir su misión, sustituidos por otros más breves que tampoco culminarán su objetivo, acelerándose el proceso más y más, como el movimiento de una serpiente que huye, zig, zag, zig, zag, de un lado a otro, rápido, sin mirar atrás, se va disparando, disipando, difuminando, diluyendo, hasta que por fin se queda plácidamente dormida.

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