Están solos. Fuera hace un frío helador, pareciera como si el remolón invierno hubiera estado hasta ahora retomando fuerzas para descargar su furia en tan sólo una semana. Es una hora extraña, media mañana de un día entre semana. El vagón está vacío, salvo sus dos presencias, que acaban de cruzar la primera mirada. Y quizá el tren entero se encuentre semidesierto. Nada más cruzar esa primera mirada han sentido una extraña punzada, como si la evidencia de la soledad los hubiera cautivado de inmediato. Se han sentado en plazas alejadas apenas dos filas de asientos, uno frente a otro. Ella ha sido quien ha roto la rutina de ir a favor de la marcha. Y todavía no sabe por qué, aunque su corazón y la poca concentración que le saca a la lectura de una novela que hasta que esos ojos se posaron en los suyos había sido completamente subyugante, bien podrían explicárselo. Siente los ojos de su compañero de vagón clavados en ella, y va una y otra vez sobre la misma línea. Cuando se decide y alza la vista se vuelve a cruzar con esos maravillosos ojos claros, que esconden una mirada penetrante, situados en mitad de un rostro poderoso, firme y varonil, con una barba de fingido descuido que da a todo un aspecto tan sexy que su propio sexo se ha puesto en alerta. Él sonríe, consciente de que la mirada busca algo más. Ella sonríe, más por nervios que por empatía, y vuelve a la lectura. Pero no puede. Se recoloca en el asiento y cruza las piernas, maldiciendo su manía de llevar falda en invierno. Y ese ordinario movimiento ha provocado en ella una descarga de sensaciones desconcertante. Él se acaricia el sexo disimuladamente. No ha sido consciente, porque ha formado todo parte de un baile para recolocarse también en el asiento, pero los dedos han tocado una polla totalmente alerta. Se miran de nuevo. Ahora ella lo hace con intención, mantiene la mirada y él es quien la retira. Se recoloca de nuevo, y el sexo sigue queriendo su porción de protagonismo. Vuelve a mirarla y ella sigue mantiene la mirada, y sonríe. ¿Qué me está pasando? Se pregunta mientras deja el libro sobre el asiento y abre ligeramente las piernas. Recoge la falda lo suficiente para que las rodillas queden al descubierto. Y siguen mirándose. Él se acaricia la polla sin disimulo alguno. Ella se humedece los labios en un gesto totalmente estudiado y comienza a acariciarse la cara interna de los muslos. Él ya se ha desabotonado los pantalones y acaricia su sexo sobre la fina tela de los calzoncillos. Ella también acaricia el suyo, pero con más valentía, por dentro de las medias y de las braguitas. Gimen ambos sin dejar de mirarse. Es ella la que se decide a levantarse. No le importa mucho donde están, ni quien pudiera venir, tan sólo le importa ese hombre que misteriosamente la ha transformado en este ser tan sexual y brutalmente necesitado. No dicen nada. Ella se limita a sentarse sobre él, con gestos medidos, a sentir la polla entre su sexo con una evidencia casi dolorosa, aferrarse a su cuello para lanzarse a los labios en un largo y poderoso beso. La violencia del beso les obliga a abrir la boca como si les faltara el aire. Y empiezan los primeros movimientos. Ahora bendice su manía de llevar falda en invierno pero maldice necesitar unas medias con las que no sabe que hacer, porque necesita esa polla dentro de su cuerpo más que respirar. Su amante parece haber entendido esta demanda y la separa ligeramente para arrancarle la condena de seda. Sigue el mismo beso eterno cuando él logra apartar la tela del tanga y dejar que ella le saque la polla, compruebe su maravillosa y tentadora dureza y se la meta dentro con un certero golpe de cadera. Se dejan llevar durante unos segundos por la sensación de sentirse parte el uno del otro para lanzarse después a unos salvajes movimientos. Es ella la que se mueve con violencia, aferrando su cuerpo con fuerza. El beso no cesa. Ni los movimientos. Ni los gemidos. Y el silencio. Ella gime en su oído voy a correrme, y lo hace apretando los dientes de placer. El contesta y yo. Y diez movimientos después se funden en un orgasmo brutalmente intenso que les corta literalmente la respiración. Han llegado a su destino aunque al viaje le queden horas.
Cuando termina de escribir esto siente una incómoda erección y mira a su compañera de vagón, que parece distraída en la lectura. Saca su pequeña impresora portátil cuando se acerca a su estación de destino y le da a imprimir. Con el papel y las maletas se acerca a su compañera de vagón. Hola, perdona, mira, te va a parecer raro, pero soy escritor, y esto que tengo es un pequeño cuento que he escrito en este trayecto, y me gustaría que lo leyeras. Ella toma el papel entre la extrañeza y la fascinación, si poder evitar sentirse cautivada por esos ojos tan extrañamente vivos. Una semana después por fin se decide, después de haberlo leído diez o doce veces, a hacerle caso a las últimas líneas donde el autor había dejado esta inquietante frase: si este relato te ha gustado tanto que llegaras a masturbarte me darías la vida si me llamaras para contármelo, este es mi número...