12 de diciembre de 2012

LA BICI ESTÁTICA

Leire se miró al espejo aquella mañana, justo al salir de la ducha. No le gustó demasiado lo que vio. Su chico, que dormía plácidamente, siempre le ha dicho que es demasiado exigente con su físico. Pero ella quisiera olvidarse de esa pequeña barriguita y fortalecer las piernas. Pero no tiene tiempo. Arrasada por su trabajo, no le quedan fuerzas para plantearse, de nuevo, un gimnasio. Por eso cayó en el mal de la teletienda y encargó una bicicleta estática. Aquella tarde debían entregarla. El día de locos se le hizo corto, como siempre, y solo en el coche, oscureciendo y de vuelta a casa, se acordó de la bicicleta. Pero cuando llegó a casa no estaba. Miró a su pareja, que la esperaba leyendo en el sofá y no lo dudó un instante. Se lanzó sobre él con hambre de siglos, y antes de desnudarlo a mordiscos susurró ¿hoy tocaba ejercicio?, pues ejercicio haremos. Se amaron con desenfreno hasta quedar rendidos. Pues no está mal este ejercicio, rieron cómplices, seguro que más eficaz que la bicicleta. A la mañana siguiente, otra vez frente al espejo suspiró, espero que hoy sí que la traigan. Y así fue. Su pareja estaba solo en casa cuando llegaron los del reparto. La vio en el salón, como un objeto del demonio y recordó el ejercicio alternativo que se les había ocurrido la noche anterior y lo tuvo claro. No sin esfuerzo la bajó al trastero, un territorio inhóspito para su pareja, y volvió a esperarla sentado en el sofá. Se repitió el ritual. Leire entró ansiosa ¿La han traído? Y él, pues no, y otra vez a amarse sobre el primer mueble que encontraron. Así ocurrió durante días. Semanas incluso. Ninguno de los dos se molestó en buscar explicaciones a por qué la bicicleta no terminaba de llegar. Hoy hace un mes de eso. Curiosamente después de años le ha tocado a Leire bajar al trastero. Su pareja no está y necesita un manual de la facultad. Menos mal que las llaves incluyen el número, porque ya ni recordaba donde estaba. Abre la puerta y enciende la luz. Allí está la bicicleta añorada, torpemente tapada con una manta. La destapa ligeramente y tratando de controlar la risa, sin mucha suerte. Después vuelve a taparla, encuentra el manual y cierra el trastero, segura de que no volverá a bajar en años.

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